Dos días. Ese fue el tiempo que estuve encerrada en mi cuarto sin salir nada más que para ir a por comida a la cafetería y subir a mi habitación, aún sabiendo que estaba prohibido sacar las bandejas del establecimiento. Pero me dio igual, no quería que nadie me viese. Y por supuesto, todas esas veces utilicé las escaleras. Caminaba con la cabeza gacha, como una niña pequeña que si no mira a nadie, el resto no la estará observando. Era estúpido e infantil, pero me daba una falsa seguridad que no estaba dispuesta a dejar ir.
Me encontraba bajo las sábanas de mi cama cuando alguien aporreó por segunda vez la puerta. Traté de ignorarlo todo lo que pude hasta que una voz me llegó desde el otro lado.
-Alaia, o abres la puerta o la tiro abajo.
Erika sonaba amenazadora. Había ignorado sus mensajes y llamadas, así como también todos los intentos de Ryu por ponerse en contacto conmigo. Lucas también había tratado de hablarme, sin éxito. Necesitaba un tiempo para recuperarme, y aunque no sabía si estos dos días habían sido suficientes, arrastré mi cuerpo hasta la puerta y la abrí.
Para mi sorpresa, mi amiga no estaba sola.
-¿Qué es lo que te pasa?- preguntó Erika, pero no fue a ella a quién miré.
Ryu se alzaba un paso por detrás, serio. Sentí una oleada de calor por todas las fibras de mi cuerpo y no pude evitar pensar en lo guapo que se veía, tal vez más que la última vez. Seguramente mi aspecto era lamentable, con el pelo enmarañado, las ojeras marcadas y el pijama más cómodo y feo que tenía. Me avergoncé al instante. Aparté esas ideas y me giré, sentándome abrazando mis rodillas sobre la cama. Escuché la puerta cerrarse, mi mirada estaba clavada en el suelo, justo donde aparecieron las botas de Erika.
-¿Por qué no das señales de vida? ¡Pensaba que te había pasado algo!- gritaba mi amiga. -Dos días sin saber nada de ti, ¡no puedes hacernos esto!-. Suspiré, seguí callada. -¿Acaso estás enferma? ¿Ha pasado algo grave? ¡Dinos algo!
Miré a mi amiga, al chico detrás de ella que se mantenía callado pero que desprendía ansiedad por cada poro de su piel y volví a bajar la vista.
-Suéltalo, estamos muy preocupados por ti.
-Tú fuiste quien me dijo que no volviera a mencionarle- hablé bajo.
-Tiene que ser una broma, ¡no puedes estar hablando en serio! ¡No otra vez!
-Erika- la llamó Ryu.
Estaba segura que mi amiga tendría los puños cerrados y apretados, la mandíbula tensa y estaría haciendo un gran esfuerzo por no perder los estribos.
-Me enfada mucho que esté así por Colin- añadió, frustrada.
-Lo entiendo, pero hablar desde la ira nunca es bueno- intervino Ryu.
-En algún momento tiene que darse cuenta de la clase de persona que es ese tipo.
-Enfadarte con ella no va a ayudar.
-Es que no puedo Ryu, no puedo.
-Piensa en cómo se tiene que sentir Alaia, en lo que necesita.
-¿Podéis dejar de hablar como si yo no estuviera delante?- les pedí, ambos enmudecieron.
El colchón cedió levemente cuando se sentaron. No moví un músculo, no encontré las fuerzas para ello. Quizá abrirles la puerta había sido una idea nefasta.
-Cuéntanos qué ha pasado-. La voz de Erika sonaba más relajada, posó una mano en mi rodilla.
No quería una discusión, y era más que probable que ocurriera, pero el silencio no me estaba ayudando. El peso de lo que sucedió llevaba atormentándome día y noche, lo sentía hacerse más grande con el paso de las horas. Siempre había escuchado que hablar de ello ayuda a llevarlo mejor, pero el miedo a las represalias era más fuerte que mi necesidad por liberarme. Me quité el pelo de la cara, mirando cada rincón de mi habitación excepto a ellos. A pesar de ser las cuatro de la tarde, la oscuridad bañaba mi cuarto. Las persianas llevaban bajadas demasiado tiempo, ocultándome del exterior. Me había encerrado a mí misma.
-No vamos a juzgarte- alegó Ryu.
-Nunca lo haríamos- le apoyó mi amiga.
Pero me asustaba que no fuera así, me aterraba esa ínfima posibilidad. Aunque tal vez me diera más miedo la idea que llevaba rondándome por la mente estos días.
Había pensado mucho en el suceso del ascensor, en cómo los acontecimientos transcurrieron. Primero, el aparato comenzó a emitir la alarma de que se había superado el peso que podía cargar. Después, un silencio incómodo y acusatorio llenó el espacio. Posteriormente, las risas y los comentarios que le sucedieron. Para finalizar, salí de allí dándome cuenta de que había más público del que me hubiera gustado y huí para encerrarme en mi cuarto.
Sin embargo, y a pesar de que ese hecho me había llenado de humillación, no fue lo que más me atormentó. Podía haberlo llevado con la máxima dignidad posible, podía haber tratado de olvidarle e intentar pasar página, quizá lo hubiera hecho y ahora mismo solo sería un micro trauma sumado a una ya larga lista, pero no pude porque Colin estaba presente, porque él también se rió.
Ese hecho lo cambió todo.
Llevaba días con su imagen en mi cabeza, con su risa siendo mi mayor fuente de tortura. Él me vio, avergonzada y humillada, y en vez de ayudarme, se convirtió en parte de las burlas. Unas mofas no hacia mí, si no hacia mi físico. Se sumó a todas esas crueles personas que no aceptan que en esta sociedad haya gente gorda, aquellas que nos atormentan por el hecho de no entrar en los cánones de belleza, por llevar más que una talla 38.
No creí que Colin Green perteneciera a ese grupo hasta que le vi. Me he estado devanando los sesos en busca de una explicación para no creer que fuera cierto, como que en ese momento uno de sus amigos le había contado un chiste o que se acordó de algo gracioso. Pero incluso mi parte más inocente me dio la espalda. Todo apuntaba a que se rió de mi físico, y me destrozaba esa realidad, más que ninguna otra. Porque él no podía ser así, porque él me había besado aún sabiendo que no soy delgada, porque hemos compartido momentos en esa azotea privados y únicos y mi forma física no ha cambiado ni un poquito.
Editado: 12.07.2025