El tiempo nunca había pasado tan despacio como en esas cinco horas. María y yo dimos vueltas alrededor de la planta baja y tomamos más cafés de la máquina de los que pudimos llegar a contar. De vez en cuando charlábamos, me preguntó por la Universidad y yo le conté detalles sin importancia, más para rellenar el silencio que nos consumía que porque realmente quisiéramos hablar. Había momentos específicos en los que necesitábamos una distracción, y recurríamos la una a la otra encontrándonos envueltas en conversaciones banales.
Poco a poco el hospital fue llenándose de gente. La cafetería y otros establecimientos comenzaron a despertar. Nos acercamos a desayunar algo, pero ninguna de las dos teníamos hambre. Estuvimos una hora para terminamos un croisant a medias.
Me acerqué al baño para adecentarme un poco. Deshice la coleta que comenzaba a provocarme dolor de cabeza y traté de borrar las manchas de maquillaje bajo los ojos. No quedaba ni rastro de rimel en las pestañas cuando me lavé la cara. Mi indumentaria me pareció ridícula para un lugar como este. Saqué el teléfono y escribí a mi amiga.
Cuando vengáis acércame algo de ropa, por favor.
¿Algo en concreto?
Un chándal, el que sea. Coged vosotros también.
¿Cómo has pasado la noche?
Ha sido la más dura desde lo de mi madre.
¿Habéis dormido algo?
Unas pocas horas.
Ryu se quedó en el cuarto de invitados.
Lucas y yo nos echamos en tu habitación, espero que no te importe.
Para nada.
Tenéis desayuno en la cocina, rebusca en los armarios.
De acuerdo, pero no te preocupes por nosotros.
¿Has entrado a ver a tu padre?
Ahora vamos para allá.
Sé fuerte Alaia.
Salí del cuarto de baño y me dirigí a la sala de espera. Seguí a María por los pasillos, ambas en silencio. A medida que nos acercábamos a la UCI, el ambiente se tornaba más solemne, olía a desesperación y ansiedad.
Este ala tenía su propia sala de espera, un par de filas de sillas incómodas a cada lado del pasillo. Había algunas personas allí, la mayoría llorando. Se respiraba tensión y preocupación. No pensé que volvería a estar aquí nunca más, pero la vida era cruel y me había devuelto al sitio donde comprendí el valor del tiempo, lo efímero que puede resultar.
Los médicos entraban y salían, apresurados. Algunos de ellos llevaban el típico pijama de hospital azul, otros vestían un traje enterizo blanco el cual solo te permitía verles los ojos.
Deprimente.
Una señora apareció por la puerta, carpeta en mano.
-Si van a pasar, tienen que ponerse estas mascarillas. Es obligatorio-. Nos entregó una a cada uno. -Si son tan amables, denme el nombre del paciente y les iré indicando.
Nos colocamos en fila. No me gustaron los gritos de angustia que nos llegaron desde el interior de las puertas a medida que los familiares las cruzaban. Llegué a la altura de la señora, observó mi ropa ceñuda.
-¿Nombre?
-Javier Sáenz de las Torres- respondí. Lo buscó en el portafolios.
-¿Venís las dos juntas?
-Sí.
-Solo podéis pasar de una en una.
María y yo nos miramos. Odié esa norma, necesitaba un apoyo conmigo, sabía que en cualquier momento iba a flaquear.
-Ve tú primero, después entraré yo- me ofreció.
-Habitación cinco- informó la señora.
Me despedí de María y miré las dos amplias puertas, de un metal gris oscuro y dos ventanas circulares en cada una. Tras ellas, un trajín de médicos y enfermeros se movían de una habitación a otra, las máquinas inundaban los pasillos. Las piernas ya habían empezado a temblarme.
Empujé las pesadas puertas, el olor a muerte fue lo primero que me llegó. Esta unidad estaba reservada para los pacientes con pronósticos potencialmente mortales, lo sabía muy bien, tal vez demasiado. Respiré hondo y caminé.
No había cambiado nada, ni una baldosa, ni un foco. Estaba tal y como me había esforzado años por olvidar. Intenté no mirar a los lados, a las habitaciones sin puerta donde algunos familiares lloraban a los pies de las camas. No me interesaba el dolor de los demás, era algo privado. Conté los cuartos mientras los dejaba atrás.
Disminuí el paso cuando la puerta número cinco se abría a mi derecha. Inhalé y exhalé profundamente. No iba a ser agradable la imagen que me iba a encontrar, debía estar preparada.
Primero me asomé desde el pasillo, poniéndome de puntillas. Solo alcancé a ver los pies de la cama. Me mordí el labio, tenía que entrar. Podía hacerlo, no era la primera vez. La única diferencia es que ahora me carcomía la culpa. Tomé aire una última vez y pasé.
La cama, más grande de lo habitual para albergar su peso y figura, se encontraba en medio de la habitación, una pequeña sala ligeramente iluminada por los alógenos del techo. Los cables y las máquinas estaban por todas partes, entre ellos un monitor para medir la frecuencia cardíaca, dos goteros con al menos dos bolsas cada uno conectadas a sus brazos, una máquina gracias a la cual podía seguir respirando y un tubo largo de plástico blanco que salía de su boca.
Fue una imagen escalofriante.
Mi padre permanecía tumbado, los ojos cerrados, brazos estirados y las piernas ocultas bajo las sábanas. Me acerqué a la única mano que tenía más liberada de cables, me fijé en su pecho. Subía y bajaba despacio, como si realmente no fuera capaz de respirar.
-Lo siento, lo siento mucho- balbuceé entre las lágrimas que nublaban mi vista. -Perdón por no haber cogido el teléfono, perdón por estos últimos años.
Él era todo lo que me quedaba después de la muerte de mi madre, un hecho que nos hizo mucho daño a los dos, que abrió una brecha tan profunda y ancha que no supimos cómo solventarla. Me agaché a su lado, apoyé la frente en su piel fría y falta de color.
Editado: 05.08.2025