Quiérete y luego quiéreme, si quieres.

CAPÍTULO 43.

Aún no estaba claro si lo que había hecho había sido una buena ideo o un completo disparate. Pero ya no había vuelta atrás, y aunque el peso en mi pecho estaba totalmente arraigado dentro de mí, ahora podía respirar un poco más ligera. Pero tenía miedo, no podía negarlo. Llevaba tanto tiempo con miedo que no recordaba cómo era vivir sin él. Y eso era muy triste. Mi vida lo era, yo lo era.

Me levanté del asiento del autobús y anduve por el estrecho pasillo escondida en un gorro de lana y una ancha bufanda, los auriculares conectados para no escuchar el ruido de fuera, los comentarios. Pulsé el botón y esperé agarrada de la fina barra, controlando mi equilibrio en cada curva. Miré mis pies, las zapatillas sucias por la lluvia que me había pillado cuando fui a la parada. El calor del vehículo me ayudó un poco, provocando que mi húmeda ropa se secase y mi aburrido pelo se ondulara por las gotas. Tenía un aspecto horrible, de eso estaba segura, pero ya no importaba como me veía porque, al parecer, solo era un cuerpo gordo. Nada más.

Descendí el gran escalón del vehículo, rugió al acelerar de nuevo y marcharse. Me aferré a la correa de la mochila, su peso tiraba de mi espalda provocándome un ligero dolor. Anduve por las calles sorteando a las pocas personas que se atrevieron a salir en un día tan lluvioso como este.

Giré la última esquina antes de llegar a mi destino. Miré las baldosas del suelo, ennegrecidas por el paso de los años. Durante todo el trayecto no había llorado ni una sola vez, anoche fue suficiente. Había dormido una hora, las otras me las pasé entre sollozos. A causa de ello mis ojos se veían rojos e hinchados. Pero me prometí no derramar una sola lágrima más, estaba cansada.

Aunque me ahogase por dentro, no lloraría.

Por fin llegué al final del trayecto. Llamé al timbre de la casa, nerviosa sabiendo que tendría que enfrentarme a preguntas que no quería responder, pero a la vez encontrando una pizca de paz en lo que estaba haciendo. Apreté más mi mochila haciéndome daño con la tela. La puerta se abrió despacio.

-¿Alaia? ¿Qué haces aquí?

No alcé la vista, no pude. Me concentré en no llorar. Me escabullí del interrogatorio y fui hasta las escaleras.

-Hija, ¿qué ha ocurrido?

Dejé la voz de mi padre a mis espaldas y corrí a esconderme en mi cuarto. Cerré la puerta, arrojando al suelo la mochila, el abrigo y todo lo demás hasta lanzarme contra la cama, escondiendo mi rostro en los cojines. No quería hablar, no sabía cómo explicarles todo esto o si quería hacerlo.

Escuché la manilla accionarse a mis espaldas.

-¿Estás bien?-. La voz de María sonaba cauta. -¿Por qué has venido?

-Necesitaba irme de allí- hablé enterrada en los almohadones.

-¿Ha habido algún problema? ¿Te has peleado con alguien?

-No quiero hablar ahora mismo.

Sentí una manta cayendo sobre mi cuerpo. De nuevo me esforcé por no llorar.

-Cuando estés preparada puedes hablar con nosotros.

Tras unos segundos María desapareció. En el piso de abajo escuché los cuchicheos de ambos, pero ninguno de los dos volvió a subir. Agradecí que me dieran mi espacio, que respetasen mi decisión de guardar silencio.

Cerré los ojos harta de pensar. Necesitaba tiempo, y la idea de alejarme de la Universidad pareció la mejor cuando anoche compré un billete de autobús hasta mi ciudad, sin fecha de regreso. No iba a esconderme aquí para siempre, pero sí lo suficiente como para aclarar mi mente y tal vez reconstruirme un poco.

Me dejé llevar por el cansancio y me quedé dormida unos minutos después.

Desperté cuando la noche había caído. El viento fue el culpable, golpeaba con violencia contra las ventanas provocando un sonido aterrador. Me revolví bajo la manta, aún con los ojos doloridos, y me repetí de nuevo de que esto era lo mejor.

Alargué la mano cogiendo el teléfono. Tenía tantos mensajes y tantas llamadas perdidas que me abrumaron. Escribí lo mismo para las únicas tres personas que se habían dado cuenta de que había desaparecido: Erika, Lucas y Ryu. Les dije a los tres que necesitaba espacio y había vuelto a casa, que no quería que me llamasen ni viniesen a buscarme. Les prometí que me pondría en contacto con ellos si les necesitaba. Por último, les pedí por favor que respetasen mi decisión. Las respuestas fueron muy variadas, pero lo aceptaron. Después, apagué el teléfono.

Sin embargo, no podía ser tan fácil con todos.

Me arrastré fuera de la cama, de mi cuarto, y bajé las escaleras siguiendo un delicioso olor a soja. Al llegar vi a mi padre en la cocina, removiendo alimentos en una sartén. Al otro lado María disponía la mesa para tres. De fondo había un programa de televisión.

Los dos me miraron al mismo tiempo, como si hubieran sentido mi presencia.

-Te he hecho la cena- dijo mi padre. -Noodles con verduras y carne, ¿te apetecen?

Me recordó tanto a Ryu que las ganas de llorar regresaron. Me mordí el labio.

-Gracias- respondí.

Sentí sus ojos seguirme cuando fui a la nevera y saqué la garrafa de agua.

-Siéntate, esto ya está listo- me informó María.

Así lo hice, me acomodé en mi lugar pre asignado y esperé.

Mi padre sirvió los platos, mi estómago rugió. Me di cuenta que no había ingerido nada desde ayer a la tarde. Aguardé a que todos estuviesen en la mesa y comencé a comer.

-¿Te gustan?- preguntó mi padre.

-Estás muy ricos.

Los tres cenamos en silencio, aunque más de una vez les había pillado lanzándose miradas pero sin decir una sola palabra. Fingimos escuchar las noticias, como si la incomodidad no fuera la responsable de nuestro silencio.

Al terminar recogí la mesa y volví a sentarme en la silla. Era el momento.

-Os preguntaréis qué hago aquí- comencé mirando mis manos.

-La verdad, sí- verificó mi padre.

-No me han echado de la Universidad, por si lo habíais pensado.

-Me das una alegría.

-Entonces, ¿qué ocurre?- intervino María.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.