Quiérete y luego quiéreme, si quieres.

CAPÍTULO 46.

Por fin había conseguido dormir siete horas seguidas. Sentí mi cuerpo renovado, con más energía, y solo había tardado dos meses en conseguirlo. La tarde anterior decidí seguir el consejo de mi terapeuta y hacer una limpieza total de mi cuarto, había cosas que necesitaban ser renovadas, empezar por fuera y continuar por dentro. Comencé por los cajones, tirando todo lo que no servía, como por ejemplo, las agendas escolares. Encontré algunas fotografías en un sobre de excursiones donde se ve a toda mi clase junta y yo siempre al lado del profesor. Me deshice de esos recuerdos también.

Pasé a las estanterías donde guardé mis colecciones de libros infantiles en una caja, retiré algunas muñecas que ya habían cumplido su función y lo guardé todo en el desván.

Por último quedaba el armario.

Abrí las dos enormes puertas con espejo y ante mí se abrió el mayor escondite de recuerdos, lo supe en cuando vi en una balsa dos álbumes de fotos. Había fotografías en el colegio, en excursiones, en campamentos de verano... Un sin fin de ellas, y en más de la mitad aparecía Claudia. Las dos sonreíamos, orgullosas de ser amigas. Me percaté de que muchas veces estábamos con otros niños, todos jugando o comiendo en el mismo círculo y siempre con una sonrisa. Ninguno de ellos se burlaba de mí o se reía de mi aspecto. Siempre fui la niña gorda, pero a diferencia de la adolescencia, en ese momento a nadie parecía importarle. La inocencia de los niños es asombrosa, su falta de maldad, envidiable. Página tras página, me di cuenta que en todas brillaba una amplia sonrisa en mi rostro. Yo era feliz, lo fui hasta que alguien comenzó a llamarme gorda de forma despectiva y el resto de acontecimientos se sucedieron en cascada.

Cuando era pequeña ni a mí ni al resto le importaba mi físico, ¿por qué cuando crecí sí lo hizo?

Dejé los álbumes sobre la cama y volví al armario. Principalmente mi vestuario se componía de sudaderas, pantalones anchos y camisetas dos tallas más grande. Saqué las prendas, muchas de ellas ajadas por el paso de los años, y las separé en dos motones, uno que seguro me iba a quedar y otro que podía estar en duda.

Al terminar me di cuenta que el montón de descartes era mucho más grande, lo que implicaba una renovación de vestuario. Pero ir de compras seguía siendo una asignatura pendiente. Moverme entre todas esa tiendas hechas por y para gente delgada, la mirada de muchas dependientas al pedirles tallas grandes y la decepción de no caber en ninguna no era algo por lo que me gustara pasar. Decidí darme un descanso y organizar el resto de zapatos y carpetas sin sentido que había guardado ahí dentro quién sabe cuándo.

Por la tarde fuimos a comprar pintura, muebles nuevos, cortinas, ropa de cama y algo de decoración. Fue una sorpresa para mí porque en un principio solo quise ordenar un poco, y de pronto me topé con una reforma prácticamente integral. Regresamos y nos pusimos manos a la obra. Las aburridas paredes blancas se transformaron con solo pintar una de ellas en gris claro. El cabecero que parecía una enredadera metálica desapareció, dando paso a una madera blanca con detalles de molduras. Cubrimos la cama con unas sábanas verde jade y los cojines en crema.

Las baldas de la estantería y la mesa fueron lijadas y pintadas en color blanco a juego con las nuevas cortinas que llegaban hasta el suelo. La mesilla rosa desapareció para convertirse en una más moderna y práctica, sustituyendo también la lámpara de noche. Por último, añadimos algunas plantas por diversos rincones, colgué un par de cuadros con aire vintage y coloqué las pequeñas estatuas en puntos clave para que no pareciera un espacio sobrecargado. Dejamos una alfombra suave y mullida en todo crema en medio del cuarto y voilà, nueva habitación.

Me sentí renovada al ver el cambio, como si hubiera dejado atrás una parte de mí y dado paso a otra más madura y segura.

***

Tras un par de semanas en las que mi ropa estuvo metida en dos grandes cajas en el desván, María apareció en mi renovada habitación.

-¿Qué quieres hacer con eso?- preguntó.

Levanté la cabeza del libro.

-No lo sé.

-Apartaste la ropa por algo, a lo mejor es momento de cambiar- añadió.

-Me aterra ir de compras.

-Yo estaré contigo.

-¿Y si..?

-Si piensas de esa forma, jamás harás nada por miedo a un hipotético futuro que ni siquiera sabes si se cumplirá.

-Hablas como mi psicóloga.

-Me lo tomaré como un cumplido.

Puse los ojos en blanco, me mordí una sonrisa.

-Podemos dejar estas cajas en la beneficencia e ir a un centro comercial, ¿te apetece?

No solía hacer muchos planes con María, por no decir ninguno. Pero a raíz de los problemas de salud de mi padre sentí que nos habíamos unido más. Y sinceramente, sí me apetecía pasar tiempo con ella. Descubrí una mujer amable e inteligente con la que me gustaba mucho charlar. Además, llevaba dos semanas eludiendo los deberes que la terapeuta me impuso, y si regresaba a otra sesión en la que no había hecho ni el mínimo esfuerzo, me echaría la bronca.

-Dame unos minutos para cambiarme- accedí.

-Genial, te espero abajo.

Cuando llegué a la primera planta, María jugueteaba con las llaves del coche.

-¿Dónde vais?- preguntó mi padre desde la cocina.

-Vamos a pasar un día de chicas, no nos molestes y come sano- contestó la mujer.

Papá nos miró asombrado, nos despedimos con un movimiento de mano y salimos al garaje, cargamos las cajas en el coche y pusimos rumbo a ese día de chicas.

La primera parada fue la beneficencia, tuve sentimientos encontrados. Por un lado, me hacía feliz darle esta ropa a gente que la necesitara; por otro, sentí que una parte de mí también se iba con esas cajas. Fue igual que al remodelar mi cuarto, algo hizo clic en mi cabeza a medida que me desprendía de mis cosas antiguas y daba paso a las nuevas.

A continuación, llegamos al centro comercial. Sentí pánico en cuanto dejamos el coche en el parking.




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