Quiérete y luego quiéreme, si quieres.

CAPÍTULO 47.

Hacía tres meses que me fui de la Universidad.

No me arrepentía, este tiempo me había servido para pensar en mí, para aclarar ciertos temas y abrir los ojos en otros, para destrozarme y levantarme una y otra vez, para reconstruirme. Ahora me sentía más fuerte, más segura y tenía claras un par de cosas. Primera, no iba a permitir que nadie más se burlara de mí o me faltara al respeto solo por estar gorda; y segunda, no volvería a suplicar ni arrastrarme por amor. Trabajé duro batallando conmigo misma para conseguir esas certezas, ahora la niña ya no estaba agazapada, sino en pie, con el rostro algo más iluminado a pesar de seguir tras una esquina. Pero era una evolución abismal de la que me sentía tremendamente orgullosa.

Sin embargo, hoy comenzaban las vacaciones de primavera, lo que me provocaba un fuerte dolor en el estómago. Había estado tranquila estas semanas lidiando con señoras mayores, me había atrevido a utilizar uno de esos tops cuando mi padre, María y yo fuimos a cenar, pero nada comparado con lo que se avecinaba. Estaba claro cómo reaccionarían mis antiguos compañeros al verme con esa ropa, la cantidad de motes nuevos que se les ocurrirían. Por ese motivo lancé el vestido largo que tenía entre las manos a la cama y salí del cuarto, necesitaba respirar. Bajé las escaleras corriendo y salí al patio trasero. El aire ya no era tan frío y los árboles recuperaban sus hojas. El Invierno se acababa y comenzaba la Primavera, así que me centré en el canto de unos pájaros que jugaban en el limonero y cerré los ojos. Respiré una, dos, tres veces. Aunque había dado pasos agigantados, la ansiedad seguía tan arraigada que luchaba con ella constantemente. Era agotador y un permanente recuerdo de que podía fracasar en cualquier momento, pero cuando eso sucedía, buscaba a la pequeña Alaia y me reconfortaba en su inocencia.

Empecé a caminar por el jardín. El césped había crecido un poco, habría que cortarlo dentro de pocos días, y las vallas que delimitaban el perímetro y nos separaban de las viviendas contiguas pedían a gritos una mano de pintura. Seguí dando la vuelta a la casa hasta llegar a la parte frontal. María había colocado unas bonitas flores amarillas en el porche y sacó de nuevo las sillas y la pequeña mesa en la que disfrutábamos a última hora del día, viendo la puesta de sol por encima de los tejados.

Noté un fuerte tirón instándome a mirar hacia otro lado. Traté de ignorarlo hasta que la sensación de urgencia y nerviosismo me impidió continuar haciéndome la tonta. Dos casas más allá, en la acera de en frente, había una familia que celebraba la llegada de uno de sus miembros. Colin Green estaba de regreso por las vacaciones. Su padre metía el coche en el garaje y su madre le abrazaba en el porche, sonriendo. Él también desplegó su bonita sonrisa. Sentí una punzada en el pecho, era la primera vez que le veía desde que me fui de la Universidad. Sin esperarlo, volteó la cabeza en mi dirección y nos miramos. La punzada fue más como un puñetazo. Todas mis alarmas saltaron, y no fue hasta que su padre le tocó el hombro que volvió a poner en marcha el tiempo. La familia entró en casa y, en cuanto desapareció, mi cuerpo recuperó poco a poco la normalidad. En ese instante fui consciente de que todo lo que había pensado acerca de él, lo segura que había conseguido estar, se tambaleó en cuanto le miré.

Era ridículo, pero me había encerrado en casa. Y me sentía patética por no salir a la calle, por no enfrentar a las personas que llevaban años burlándose de mí. Pero es tan fácil pensarlo y tan complicado hacerlo que cuando María me pedía ir al supermercado me inventaba cualquier excusa para no hacerlo. La terapeuta me había reñido en la última sesión, y no pude negar ninguno de sus comentarios porque eran ciertos. Mi actitud hacía tambalear todo lo que habíamos avanzado, y aunque trataba de buscar con suelo en la pequeña Alaia, esta parecía haber encontrado un mejor escondite en mi mente. Cansada de sentir que volvía a hacerlo todo mal, bajé las escaleras cuando los primeros rayos de luz bañaban la planta inferior. Encontré a mi padre sentado en la mesa principal, con la taza de leche en una mano y un bowl de fruta frente a él, mirando el iPad. Me encaramé en la silla contigua, sorprendiéndole.

-Hagamos algo- propuse. -Hay que pintar la valla de fuera, vamos a por pintura y lo hacemos.

Me miró con el ceño fruncido.

-¿Por qué tenemos que...?

-Solo vamos a hacerlo- le corté.

-¿Puedo negarme?

-No. Te espero en cinco minutos dentro del coche.

No le di tiempo a responder, regresé a las escaleras con la risa de María a mi espalda.

Me planté frente al armario, decidida a no esconderme. Escogí unos pantalones de chándal y un top de tirante grueso. A pesar de mi esfuerzo, hice un poco de trampa y me escondí bajo una gorra. La pequeña Alaia me observaba tras la esquina.

Como era de esperar, sentí muchas miradas sobre mí, aunque no me detuve a estudiar quiénes eran o qué escondían. Solo seguí, me centré en pasar un rato agradable con mi padre e hice todo lo posible por ignorarlos. De regreso a casa nos pusimos manos a la obra. Destapamos la pintura y estrenamos las brochas. Cada uno empezó por un lado, y ni siquiera sabíamos si lo estábamos haciendo bien, pero mi padre puso música que resonaba a través de unos altavoces y todo lo demás fueron bailes ridículos y risas. Cuando ya llevábamos una hora y comenzaba a ser aburrido, le propuse una carrera. Nos quedaba solo la valla que llegaba a la parte delantera, por lo que comencé a dar brochazos sin mirarle, segura de que le vencería. Pinté y pinté sin descanso escuchando las canciones de la juventud de mi padre, había crecido con todas ellas así que también cantaba para olvidarme de los pinchazos de los músculos, que me pedían un descanso.

Pinté y pinté y pinté. Fui a por el bote para rellenar la paleta y lo dejé a mi lado.

Volví a pintar, pintar y pintar.




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