Quiero Morir (si puedes, sálvame)

8. Ofrenda Inconsecuente

    El sol había salido hace un par de horas y el calor provocaba sudoraciones indeseadas que impedían sustentar las ganas de dormir. Después de levantarse de mala gana, Franklin miró de reojo a Ularydh y recordó sin querer los eventos de la noche anterior. Precisamente por lo sucedido es que Franklin se encontraba algo desubicado, al haber decidido hace unas horas no acercarse a donde solía dormir, al menos no hasta que la luz del día se hiciera presente. 

    La primera tarea para su mañana debía ser volver a ese lugar y verificar que aún fuera apto para trabajar. A medio camino se encontró con otro lugar que valía la pena revisar, el sitio en donde yacían cuatro personas. El lugar aún tenía notorios rastros de sangre aún, pero se veía bastante menos sombrío sin los cadáveres presentes. Fue Sofía quien, luego de enterarse de que los sobrevivientes habían llegado vivos a un centro médico, pidió a personal de la ciudad que le ayudarán con los cuerpos. Fue justo entonces que Franklin decidió que su trabajo estaba hecho y se marchó a descansar.

    La distancia entre aquella ubicación y su lugar de descanso y trabajo se hizo mayor de lo que recordaba. Una vez llegó lucía casi igual que en la mañana anterior. Algunos arbustos se veían maltratados y su sistema de cuerdas y poleas estaba arruinado; el resto lucía exactamente igual. Lo que le parecía raro es que no había rastro del cadáver que murió desangrado. Lo pensó un rato y recordó la ayuda que le prestaron ayer los de la ciudad.

    «Seguramente se percataron de que había otro muerto y se lo llevaron también.», concluyó para sí mismo.

    Que se dieran cuenta de aquel occiso implicaba que se había metido en todo en un embrollo en el cual debía informar de la causa de su muerte y, por consiguiente, comprobar que lo asesinó en defensa propia. En todo caso, vivir allí se había vuelto muy complicado. Resolvió así mudarse cerca de algún pueblo cercano en cuanto se dictaminase su inocencia.

    Mientras tanto, lo que iba a hacer ese día era acomodar el lugar antes de dormir un buen rato. Ya se encargaría de vender la mercancía que tenía acumulada cuando forzosamente tuviese que volver a Ularydh.

    Después de varias horas, habiendo ya recuperado sus fuerzas, Franklin se marchó a explorar los alrededores. Cuando el llegó a Ularydh, esta recién se estaba creciendo, por lo que kilómetros a la redonda no había ninguna otra aglomeración de personas. Pero eso había sido hace bastante. Franklin estaba convencido que marchando en cualquier dirección no tardaría más de dos horas en encontrarse con algún pueblo o algo parecido.

    No pasaron ni diez minutos cuando las entrañas del chico empezaron a rugir. Afortunadamente, antes de salir empacó, entre otras cosas, frutas y dulces para el camino. Colocó la mochila en el suelo, la abrió y sin ver adentro metió una mano y sacó lo primero que pudo, un par de bananas. Al estar en medio de un bosque, la comodidad de comer bananas era imbatible. Al arrojar la cáscara de la segunda fruta que comió a un lado del camino sintió dolor en su brazo. Era un cuervo que se había parado cerca de su hombro. De repente, el animal empezó a graznar con violencia.

    Estando a bocajarro, Franklin no pudo soportar el ruido que emitió el pájaro. Movió con intensidad su brazo tratando de que se fuera el cuervo, pero este solo se aferraba con más fuerza, lastimando con sus uñas el brazo del humano. Como última medida, Franklin usó su otro brazo para asestar un golpe al ave. Solo entonces volvió el silencio. En medio de la momentánea quietud, Franklin escuchó algo más; alguien se acercaba. Se dio cuenta en ese momento de que seguramente alguien había enviado a ese animal.

    Lo más probable era que algún bandido estuviese por la zona buscando víctimas y enviase dos o tres cuervos para dar el aviso y distraer. Aprovecho Franklin la inercia que había conseguido y dio media vuelta mientras rodaba en el suelo. También aprovechó esa maniobra para poner en su mano derecha un cuchillo que previamente había escondido en su espalda. Al enfocar su mirada no pudo apuntar con firmeza su arma ante la persona que tenía enfrente.

    Ante Franklin estaba un enorme hombre de casi dos metros de altura rodeado de cuervos. Lo aterrador de su presencia radicaba principalmente en su vestimenta y en sus ojos. Lo primero porque el color negro de las maltratadas telas contrastaba de manera desagradable con la clara piel manchada de sangre, de su portador. Lo segundo por la ausencia de órgano visual alguno. Donde debían estar los ojos de aquel sujeto había una horrible mezcla de oscuridad y sangre. Recapitulando, Franklin se encontraba ante alguien imponente y difícil de predecir.

    En menos de lo que pudo pestañear, la amenaza se acercó más de lo que Franklin esperaba. El ataque era un golpe dirigido directamente a sus costillas derechas. Para evitarlo, lanzó con toda la fuerza en su muñeca su cuchillo, de forma que este se interpusiera en el camino del puñetazo. De forma sorprendente, la trayectoria del puño no cambió en lo más mínimo. La hoja del cuchillo atravesó carne y huesos a la vez que la totalidad del arma empezó a moverse hacia aquel que la lanzó. En tan poco tiempo, Franklin no pudo esquivar.

    El dolor fue intenso. Pudo sentir enseguida el sabor a sangre cerca de su garganta. A ese paso iba a tocar el suelo en poco tiempo, lo cual podría resultar mortal. Exigiendo el máximo a su cuerpo, Franklin lanzó una patada al rostro del enemigo como último recurso. En un instante su pie estaba a pocos milímetros de esa repulsiva cara. Estaba claro que iba a acertar, solo necesitaba que el daño fuera suficiente para hacer retroceder a su adversario.

    Para recuperar su postura lo más rápido posible, utilizó el momento lineal que había adquirido para girar al completo su cuerpo luego de conectar el golpe. Lo increíble es que nunca sintió el acierto de su patada. Cuando se dio cuenta, tenía al amenazante sujeto al alcance de su mano. Pero Franklin era más lento.




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