Franklin tuvo que esperar una eternidad para que llegara quien iba a ser su escolta. Gregorio no les permitió marchar sin la vigilancia de dicha persona.
Una vez llegó, salieron de allí sin más retrasos, cargados de suministros y de obligaciones.
El primer paso para recuperar su libertad era viajar a donde Gregorio tenía asuntos pendientes, Gran Blasón.
La coincidencia fue sorpresiva pero no era algo que fuera a cambiar su suerte. En todo caso, Sofía y sus hermanos evitaban viajar aún más al sur.
Lo que podía ser de gran beneficio para Franklin era acortar distancias con su escolta. Según la introducción por parte de Gregorio, su nombre era Arturo. Era un hombre muy alto y muy delgado. Probablemente no era tan alto, alrededor de metro ochenta, pero su falta de anchura magnificaba su estatura. Poseía un rostro poco agraciado y un descuidado vello facial que empeoraba aún más su aspecto.
Sus movimientos eran firmes, sin ninguna duda. Deshacerse de él no resultaría fácil.
Franklin se dio cuenta que miró por bastante tiempo a Arturo. No quería que sus intenciones asomaran, así que dejó de hacerlo y empezó a conversar con él.
—¿Eso que llevas en la cintura, es un arma de fuego?
—Sí, tal cuál lo ves.
—¿Modificada después de la invasión?
—No, está registrada.
Las respuestas de Arturo eran rápidas y concisas. Tampoco podía Reydhelt encontrar un resquicio con las palabras.
Años antes de la invasión, en aras de crear un planeta más pacífico, el mundo acordó restringir el uso de las armas de fuego. Bajo este acuerdo se estableció que toda arma debía pertenecer a una persona en particular y solo esta podía darle uso. Además, toda utilización quedaría registrada en algún tipo de memoria permanente. En la zona del mundo que compartían Reydhelt y Arturo, eso significaba que Arturo debió haber pertenecido a las fuerzas del orden de su país.
«No parece esa clase de persona...»
—¿Estuviste en algún frente?
—Sí.
—¿Norte o sur?
—Sur.
—¿Fue tan horrible como todos dicen?
—Esa opinión prefiero guardarla.
Las palabras se agotaron nuevamente y se escuchaban tan sólo las pisadas de los miembros del peculiar grupo.
—¿Por qué trabajas en labores de reconstrucción junto a los militares? ¿Por qué prefieres ser un mercenario y trabajar con escoria como el bandido ese?
Sofía intervino.
—Todos tenemos defectos. Llamar escoria a alguien sin conocerlo por completo es muy presuntuoso.
La certeza con la que hablaba Arturo hacía difícil responder inmediatamente.
—Permite que te conozca entonces. ¿Qué hacías antes de llegar a esta zona? —Sofía no tardó tanto en contraatacar.
—...
—¿No tienes de qué avergonzarte, o sí?
—No lo sé. Lo cierto es que huí de donde quería estar.
—¿En el fondo te arrepientes, no? Creo que te entiendo un poco. —Sofía sonreía amargamente.
—Es muy pronto para decir eso. Por el momento me conformo con la incertidumbre.
—Imagino que te esperaba algo peor que la incertidumbre, si no tomabas el camino que te trajo aquí.
Franklin se vio envuelto en la historia detrás de Arturo e inquirió al respecto.
—Presumiblemente. Yo formaba parte de los que apoyaba la unificación... No había lugar para mí después de que asesinaran a la reina y a todo su séquito.
—¿Quieres decir, todo la dirigencia? ¿Dónde ocurrió esa barbarie?
El interés de Sofía parecía sincero. Probablemente le convenía enterarse de ese tipo de cosas si quería entender mejor el mundo por el que se iba a mover luego de conseguir que Gregorio les deje en paz. Desgraciadamente, estaba claro que Arturo no tenía idea de los acontecimientos recientes alrededor de Ularydh.
—Muy lejos, al sureste de aquí, junto al Atlántico. Todavía no sé qué nombre tendrá ahora lo que quede del reino.
—Bueno, no está en nuestros planes pasar por allí cerca. Mucho menos con lo que cuentas.
—¿Tienen planes para después de esto?
—No todavía.
—Por supuesto.
Franklin y Sofía respondieron casi al mismo tiempo.
—En todo caso, lo mejor es apresurarnos con el trabajo, ¿estamos de acuerdo?
Arturo preguntó si sus maneras de pensar coincidían mientras miraba directamente a Franklin. Tal vez creía que Franklin priorizaba otras cosas antes de atender el encargo de Gregorio.
—Totalmente.
Franklin tragó saliva. En ese momento, a excepción de su brazo, su cuerpo debía funcionar perfectamente. Sin embargo una sensación extraña molestaba sus entrañas. Se sentía atrapado, sin opciones. Tenía que hacer algo al respecto.
Tras un agotador viaje, las cinco personas bajo la influencia de Gregorio entraron a la ciudad de Gran Blasón.
La densidad de la urbe era notablemente menor a la de Ularydh, mas no por ello dejaba de ser grande. Una cualidad distintiva del lugar era la presencia de un pequeño lago en la parte sureste de la ciudad. El mismo estaba muy bien cuidado y daba una buena imagen a la ciudad que lo rodeaba.
El primer cometido tras adentrarse en la urbe era conseguir alojamiento. En Gran Blasón se manejaban con moneda propia, así que antes visitaron la casa de intercambios situada a un costado del ayuntamiento.
Tras vender el resto de lo saqueado a sus perseguidores, tenían dinero más que suficiente. Gracias a eso y con la naturaleza de su objetivo final en mente, alquilaron una gran habitación en un hostal ubicado a menos de diez minutos del ayuntamiento.
Franklin había imaginado que usarían dos habitaciones para estar más cómodos y optimizar el dinero recién adquirido. Sin embargo, Arturo exigió que todos durmieran en el mismo cuarto. La intención no era otra que tenerlos vigilados a todos el mayor tiempo posible.