"Quiero Que Me Quieras"

Cap 16: El peso de la Corona

—Ahora si me tengo que ir, tengo que arreglar un asunto importante, pero regrese porque casi olvido algo—dijo, saco una llave de su bolso y se la dio—. Está estacionado en el subterráneo. Espero que te guste… haz lo que quieras, ve de compras, conduce sin rumbo, lo que sea, ya te lo había dicho pero solo quiero que lo entiendas.

Logan arqueó una ceja, alzando la llave entre sus dedos.

—¿Otro regalo? —dijo, se dio cuenta que la llave era de un auto.

—Sí. En el contrato también esta esto.

Violeta se cruzó de brazos con una ceja levantada.

—Espero sepas manejar un auto asi, si no, dejaré a un chófer.

—Sí se—respondió él.

—¿Entonces vas a salir?

—Sí —respondi—. Mi amigo, el que me llamó en la mañana. Volvió al país, no lo veo desde hace un tiempo. Quiero ir a verlo.

—Perfecto —dijo ella con una sonrisa—. Pero recuerda vestirte bien. Y usa gorra y cubrebocas. No quiero fotos tuyas saliendo por ahí y si pasa, minimo vas bien arreglado, los paparazzis son como ratas con cámaras.

—Entendido —asintió él.

—Entonces… te veo más tarde. Pero no me voy sin un beso —ordenó, más que pidió, con un leve puchero disfrazado de seducción juguetona.

Logan recordó su plan y que hasta el momento todo iba bien, ademas de que se sentia agradecido por lo que ella iba hacer por el orfanato asi que la tomó por la cintura con una seguridad inesperada y la besó.

Un beso firme. Seguro. De esos que dicen: puedo jugar este juego a tu nivel.

Violeta se quedó quieta, sorprendida.

Si bien se lo pidió no esperaba que él cediera sin protestar.

Cuando se separaron, él la miró con una sonrisa ladina y le susurró.

—Ve con cuidado, cariño.

Y sin más, pasó por su lado rumbo al baño como si nada, dejándola parada ahí, sin darle ni una mirada más.

Violeta parpadeó, casi divertida. Apretó los labios, levemente sorprendida… pero solo por dentro.

Se recompuso de inmediato, soltó una risa baja y se fue, taconeando hacia el ascensor, sin mirar atrás.

Se dirigió a la salida de su apartamento y bajo por el ascensor hasta el estacionamiento subterráneo. Apenas apareció, sus hombres —vestidos de negro impecable— se formaron a ambos lados del pasillo como sombras bien entrenadas.

—Señorita Fox —dijeron al unísono, agachando la cabeza en una reverencia breve, militar.

Uno de los hombres abrió la puerta del coche negro de lujo. Violeta entró con la seguridad de quien sabe que el mundo se rinde a sus pies; ni siquiera alzó la vista, su atención fija en la pantalla del celular. El chofer cerró la puerta con cuidado y tomó el volante sin decir palabra.

—Al Viper Room —ordenó Violeta con voz fría y precisa—. Quiero estar ahí antes de las once.

—Como guste, señorita —respondió él, firme y concentrado.

El Viper Room no era un bar cualquiera. Era el secreto más oscuro de San Francisco, una joya escondida en el corazón del SoMa, donde la modernidad industrial se mezclaba con ecos de jazz profundo y luces tenues que parecían absorber los susurros del pasado. El lugar respiraba exclusividad, reservado solo para aquellos que conocían su verdadero pulso.

El auto arrancó y serpenteó hacia abajo desde las colinas de Pacific Heights, dejando atrás las mansiones imponentes y el aire fresco de la bahía. Las calles empinadas cedían paso al pulso vibrante de la ciudad que se desplegaba en su camino, entre edificios de cristal y ladrillo que reflejaban las últimas luces del día.

En poco más de veinte minutos, cruzaron el puente invisible que separaba dos mundos: el silencio aristocrático de las colinas y el bullicio crudo y sofisticado del SoMa.

Cuando llegaron, Violeta bajó sin esperar que alguien le abriera la puerta esta vez. Caminó directo a la entrada trasera, donde otro de sus hombres la esperaba.

—Todo está listo, jefa.

Ella solo asintió y pasó. Cruzó el bar vacío, silencioso, con las sillas aún sobre las mesas y el aire cargado de perfume a madera, alcohol caro y secretos. En el rincón más oscuro del lugar, empujó una sección falsa de la pared trasera: una puerta oculta que llevaba a una estrecha escalera de cemento.

Bajó los escalones con calma.

Al llegar, el olor a sangre seca y humedad la recibió. Las luces eran tenues, frías. En el centro del salón subterráneo, atado a una silla metálica, estaba un hombre ensangrentado, con el rostro hinchado y cortes en los labios.

Su camisa estaba rota. Las manos atadas con alambre, la cabeza baja.

—¿Ya despertó? —preguntó Violeta con calma.

Uno de sus hombres se acercó.

—Hace media hora. Intentó hacerse el dormido cuando oyó pasos. Está consciente.

Ella se acercó con lentitud. Sus tacones resonaban como una cuenta regresiva.

—Francisco Reyes —dijo con voz suave pero letal—. ¿No te enseñaron a no vender información a los enemigos?, te atreviste a traicionarme.

El hombre levantó la cabeza, escupiendo sangre.

—Yo no dije nada… se los juro…

Violeta se arrodilló frente a él, como si lo compadeciera. Le limpió la sangre de la mejilla con su propio dedo, y luego lo observó con atención, con los ojos entrecerrados como si evaluara una obra de arte mediocre.

—¿Me crees una idiota? —susurró con una sonrisa gélida—No estarías aquí si no tuviera pruebas de lo que hiciste.

Levantó la mirada hacia uno de los presentes.

—¿Ya revisaron si los datos fueron copiados?

—Sí. Los Portanova saben lo justo, pero no lo suficiente para jodernos. Actuamos a tiempo.

—Bien —dijo mientras se ponía de pie—. No lo maten todavía. Quiero que sufra cada día hasta que se le olvide que alguna vez respiró libre.

Se giró para irse, pero se detuvo en seco.

—Ah… y mándenle una foto a Bruno Portanova. Que sepa que sus perros le serán devueltos por partes.

Y con eso, Violeta caminó hacia la salida, sin prisa, como si hubiera ido a revisar la temperatura del vino.




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