Quiero saber

I

Cuando el cielo oscureció, a eso de los siete y tanto de la noche, Jack Bartmon, quien a mi lado estaba, dejó de teclear. Me miró por un instante y luego volvió la mirada a la pantalla, perdido, quizá, en sus pensamientos más apartados.

Carraspeó, se detuvo un momento, miró reflexivamente el texto y luego volvió a teclear por otro breve instante. Y yo, que en ese momento tenía la mente perdida en el futuro, solamente le miraba, sin nada más que hacer.

Era catorce de marzo y el cielo de Edimburgo se me antojaba demasiado oscuro, muy frío…, muy oscuro y frío y tenebroso, como si el océano estuviese encima de mí, y como si en vez de pájaros voladores, que alegremente cantaban sus himnos por las mañanas, me fuera a encontrar esas ballenas de gigantescas proporciones y esos tiburones aterradores que veía siempre en los documentales. Alice Habit me había comentado algo así el lunes pasado y yo caí en cuenta ese martes, a una semana después, cuando veía por la ventana el lóbrego cielo de esa noche, de una ciudad casi fantasma, mientras Jack seguía tecleando y tecleando y se enredaba en sus pensamientos liosos y yo permanecía en un trance irreal.

Jack, sin embargo, no estaba así por cuestiones absurdas.

Krystal¸ la editorial donde tanto él como yo trabajábamos, parecía estar en un lento proceso de colapsar. Primero, estaban los más de veinte libros que teníamos que editar a lo largo de cuatro meses. Segundo, las repentinas renuncias de gente del personal y por último, y lo que más dolor de cabeza me daba, estaba el contrato que se firmó con Arctic Glow, la compañía más importante de publicidad de Edimburgo, para hacer esa campaña de enseñanza moral que circulaba por todas partes, como plumas danzantes imaginarias. A mí, por supuesto, la idea de ligar una compañía con la otra no se me antojaba tan mala, pero las oleadas de estrés que rondaban por las mañanas y las impetuosas ganas de dormir que me pegaban por las noches hacían que, mientras mi mente maquinaba y mis dedos tecleaban salvajemente, mi cabeza palpitase tan rápido como mi corazón, y que los labios se me secasen y los pies se me entumecieran en una parálisis de cansancio. La cosa con el Arctic era, en realidad, una buena noticias para todos. Sin embargo…

—¿Crees que voy bien? —preguntó Jack, interrumpiendo mis pensamientos.

Miré la pantalla, con pesadez, acabando de salir de ese trance repentino al que me metí, y vi que contenía un texto demasiado largo. Por un momento pensé que las letras comenzaban a danzar, a moverse esporádicamente por la pantalla, como pequeños bichitos negruzcos de inofensivos aspectos que invadían cualquier espacio en blanco. Aspiré aire, sorprendida, y cerré los ojos, frotándolos rápidamente con mis dedos.

—¿Qué sucede?

—Nada —negué. Abrí los ojos y parpadeé varias veces, estupefacta—. Creo que me he mareado.

—Ah, vale. Debes dormir más —comentó, algo preocupado.

Meneé la cabeza levemente y luego me puse a leer. Jack aguardaba, impaciente y con las piernas inquietas. Veía a ratos la oficina y a ratos me veía a mí, algo inseguro.

Luego de unos minutos, respondí:

—Sí, va bien

Él asintió y volvió a escribir, fatigado.

Jack escribía su propuesta para la campaña del Arctic Glow. Yo ya había terminado la mía hacía poco y ya la había dejado con el señor Parkins, quien era nuestro editor en jefe. Me había librado de esa parte del trabajo y ya el peso que se me había acumulado en los hombros, en todas estas últimas semanas, se calmó, pero solo por un poco. Aún tenía que corregir los textos de aquél libro de cocina mexicana y de editar dos novelas, Petit, de una tal Donella Haig¸ y Jonas: La Historia de un Asesino, de un tal Clarence Harold. No sabía todavía de qué iban los dos libros —los borradores no me llegarían sino hasta tres meses después—, y la verdad tampoco me interesaba mucho en ese momento, estaba muy exhausta, con la mente congestionada de estrés y con los ojos luchando por cerrarse a las siete de la noche, todos los días. Tenía la cara agotada y las facciones pesadas y, aún así, Jimmy Lawrence me había llamada guapa en la mañana mientras yo bebía café con Stephannie Grey.

Jack terminó de teclear. Mi miró de nuevo, sofocado de cansancio. En ese momento su rostro, y lo puedo jurar, parecía cargar encima diez años más de los que tenía.

—Nos vamos —declaró. Apagó su computadora, un tanto de mala gana, y me dio tres golpecitos en el hombro—. Hoy Lucas hizo pollo al horno y no quiero comérmelo frío.




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