La oficina del señor Glick era, entre las muchas que había por toda la editorial, la más acogedora.
Tenía tres sillones comodísimos, dos estanterías con novelas de ficción y un pequeño televisor Sony colgando en la pared, como un peculiar retrato de la tecnología moderna. También tenía una cesta con películas VHS de ciencia ficción para reproducirlas en sus tiempos libres y una pequeña pizarra con fotitos de su familia, la señora Glick, su hija y su pequeña nieta, Sammy, un encanto de niña que conocí en la cena de la editorial la navidad pasada.
Hacía frío. En realidad, era la única oficina en la que verdaderamente hacía frío. El resto de la editorial sucumbía bajo las incesantes oleadas de calor y nosotros, quienes trabajábamos arduamente para la imprenta de libros, muchas veces teníamos que secarnos el sudor con las manos y quitarnos las chaquetas para no derretirnos en el calor infernal de Edimburgo, que extrañamente rondaba por esos tiempos, como un excéntrico forastero. Aunque, de todos modos, eso dependía de la época. Estábamos en marzo, en la época de la primavera y en muchas ocasiones el calor crecía tanto que hasta abrumaba. La oficina del señor Glick, sin embargo, daba caso omiso a esas horrorosas ondas de calor.
El señor Glick me había llamado esa mañana del jueves, en plena faena donde yo editaba alguno de los últimos manuales de cambios de baterías, a través de su secretaria, la señorita Cracker. Mi mente en ese momento se inundó del gran proyecto que nos traíamos en manos con el Arctic Glow.
Y es que, oh, Dios, el concurso, el tan esperado concurso y el tan esperado proyecto con el Arctic Glow lo había ganado. ¡Yo..., yo lo gané! Entonces me imaginaba una pequeña versión de mí danzando en mi mente de intensa emoción, de pura alegría. ¡Mi propuesta ganó! Esa misma en la que trabajé arduamente desde hace tanto tiempo logró colarse en los latentes corazones del equipo general, quienes tenían que decidir cuál propuesta se iba a elegir, e hizo frente a las varias propuestas que mis compañeros de trabajo también habían realizado.
Me lo dijeron un martes por la mañana, cuando Samantha Cracker anunciaba al equipo completo de escritores que se encargarían de la producción del cortometraje —a manos, por supuesto, del equipo de producción por parte de la agencia de publicidad— y cuál sería la propuesta elegida. Cuando escuché mi nombre de los rojizos labios de Samantha Cracker pensé que me desvanecería en el aire, como el suave humo de los aviones. Jack me felicitó con un abrazo, Tiffany me dio tres suaves palmaditas en el hombro y los demás, aunque cansados, sonreían con ganas, contentos y felices, realizados y satisfechos por ahora empezar en serio un proyecto de los buenos.
El equipo, por otro lado, era fenomenal. De la editorial trabajarían Jack, Selina Garris, Louis Hopper y yo. Un equipo feliz y trabajador con las expectativas tocando las tenues nubes del cielo.
Pero, vaya, algo siempre tiene que pasar, ¿no? La noticia que después me habría de decir el señor Glick me ha de pegar tan fuerte en el corazón que me dejaría inconsciente el raciocinio.
Me encontraba allí, sentada, viendo toda una decoración extravagante y sientiendo el frío consumirme las entrañas. Sí, andaba nerviosa, pero más que todo estaba ansiosa por saber qué era aquello de lo que el señor Glick me tenía que hablar.
—Harper —empezó diciendo. En su rostro no atinaba a encontrar emoción alguna—. ¿Cómo has estado?
—¡Fenomenal! —exclamé, claramente emocionada. Entonces, cambiando mi tono de voz, admití—: Aunque un poco cansada.
—¿Te dieron los manuales?
—Sí.
—Trabajo duro, muy duro. Recuerdo haberlo hecho cuando el viejo Gary Field seguía entre nosotros, como CEO —recordó, suspirando con melancolía, y volvió la vista hacia la ventana, como ensimismándose en un viejo recuerdo—. Tenía la extraña manía de dejarme a mí el trabajo pesado.
—Nunca le pude conocer —mencioné. En ese momento me fijé en el retrato que colgaba a la derecha. Mostraba a un señor con un gran bigote, y que estaba completamente calvo. Sonreía alegremente, aunque los dientes no se le podían ver completamente por el bigote—. Dicen que fue un buen hombre.
—Oh, sí que lo fue. Y también un buen jefe —hizo una pausa, pensativo. Luego me preguntó, cambiando completamente de tema—: ¿Cómo sigue tu madre?
—Está mucho mejor. Sigue en Londres, con la tía Habanelli. Dentro de poco espero poder visitarla, aunque con ese proyecto con el Arctic Glow todo se va a poner más complejo, ¿no lo cree?