Quiero saber

IV

Era viernes por la tarde y yo estaba en el Arctic Glow, con el frío perforándome la epidermis y con un abatido Edimburgo sucumbiendo bajo una sorpresiva lluvia torrencial. 

La oficina del CEO era espaciosa, muy pero muy grande. Tenía, al igual que la del señor Glick, varios cuadros y pinturas renacentistas colgando en las paredes. Sin embargo no tenía la colección de VHS ni el televisor Sony colgando en alguna parte del espacio, sobresaliente, esperando a ser observado por el público. Sí tenía, en cambio, una estantería —más extensa que la del señor Glick— que estaba atiborrada de libros sobre marketing y economía, y también noté unas cuantas novelas de Agatha Christie y varias enciclopedias de, extrañamente, psicología. Del resto, nada. Una oficina normal, común y corriente, con una inmensa ventana a espaldas del asiento del CEO y con ese extraño cuadro de llamativos colores, con un hombre sonriente y de mirada perspicaz saludando con los ojos y abrazando con esa sonrisa inmortalizada. 

Sin embargo, he de decir que yo no estaba allí de visita.

Ayer había sufrido inusuales ataques de cólera que dejaron, de golpe, la inspiración que tenía en mis día a día colgando en un hilo. ¡Ese tal Dylan Turner! Con solo pensar en él mis sentidos se estremecían de resentimiento. Pero hoy me iba a escuchar, claro que sí, hoy tenía que saber qué pensaba yo de todo aquello y qué sentía yo al respecto. ¿Quién era él, pues, para pisotear mi trabajo y el puesto que me merecía en el equipo? Hubiese sido distinto, por supuesto, si yo no hubiese ganado nada en primer lugar y mi propuesta hubiese pasado desapercibida por todos. Pero, ¡allí está! La mayoría estaba de acuerdo con mi propuesta y solo porque llegó el magnífico CEO todo se tuvo que venir abajo. ¡Qué terrible me siento!

Mientras pensaba en todo aquello con excesiva rabia, yo estaba sentada en una comodísima silla, enfrente al escritorio, esperando al señor Dylan Turner; al CEO, al jefe final de todos los niveles de un complicado videojuego empresarial.

He de admitir que jamás podré olvidar esa sensación de nerviosismo que me entró por todo el cuerpo, como un enfermizo virus. Lo sentí en la mañana al despertarme, al desayunar, al saludar a mi madre por el teléfono y preguntar por la tía Habanelli. Y también lo sentí en la tarde, cuando me dirigía hacia allí, viendo cómo llegaban con insólita rapidez esas nubes de terrible aspecto, abstraída en mis miedos y pensamientos, y así como también lo sentí cuando hablaba con la recepcionista, una guapa y agradable muchacha llamada Fanny, y ésta me decía: el señor Turner la esperará en su oficina, con una inocente sonrisa en el rostro y con la impecable forma de dirigirse a los demás, y yo seguía, mientras tanto, muriéndome de nervios, pero también de furor, pensando siempre: ¿Qué haría yo? ¿Qué cosas diría? No me acordaba de nada, no podía pensar con suficiente claridad. ¡Tantas veces lo había ensayado el día anterior! Y ayer, oh, ayer todo fluía como un diluvio de palabras. ¡Es que estaba tan frustrada! Había en mi interior, y odiaba admitirlo, rencor; un amargo rencor latente que se acrecentaba en mi garganta y subía hasta mis neuronas, infestándolas de opresiva negatividad. Yo, por supuesto, no quería odiar a nadie, ni mucho menos a alguien como el señor Turner, un genio creativo con muchos premios ganados a su nombre, y el que había elevado tan alto a una agencia de publicidad hasta posicionarla por encima de las demás. Pero, ¿por qué entonces destrozó, con una simple decisión, en lo que yo tanto había trabajado? Estaba allí mismo para averiguarlo. Quería saber, quería conocer…

De pronto callé mis pensamientos, y todo a mi alrededor parecía ponerse en blanco. Escuchaba unos pasos acercarse, sentía también la presencia de alguien muy, pero muy cerca, y su aura, y su energía..., todo lo sentía. Incluso, y lo puedo jurar, hasta su respiración. No era yo una persona entregada al esoterismo, ni creía en las exageradas supersticiones ni en la astrología en general, pero en ese momento experimenté cómo todos mis sentidos se agudizaron de golpe, tan rápido como el viaje de una bala al apretar el gatillo. Era él, estaba segura. Dylan Turner estaba a punto de cruzar esa puerta en unos pocos segundos y yo… y yo seguía sin pensar en nada, sin siquiera acordarme de mi nombre. ¿Qué hacía yo allí? ¿Realmente me estaba arrepintiendo de todo? ¡Qué tonta eres, Stella! Pensaba, nerviosa. Oh no, ahí venía... Yo debería…

—Buenas tardes, señorita Harper —dijo, a mis espaldas—. Soy Dylan Turner.

Me levanté de la silla, casi tambaleando. Pero allí, cuando me volví, el corazón se me detuvo con una monstruosa sacudida y mi boca, que se encontraba abierta de sorpresa, se secó, como las orillas de la playa cuando ocurre la resaca. ¡Era él! Por dios, el hombre del cafetín, el mismo que me había pedido, con extrema cordialidad, sentarse en mi mesa. El mismo que me había visto por encima de su móvil para sonreírme y lanzarme una mirada de profunda picardía, con su pulcritud, su costoso traje y su elegante presencia rondando por todas partes. Y la jovial forma de expresarse y de dirigirse hacia mí, y esa mirada... ¡Era él! No lo podía creer, no podía, incluso después de varios minutos, digerirlo por completo. Él que buena impresión me había dado aquel día, mientras yo trataba de escribir mi novela, era él mismo quien había sembrado un ingrávido rencor en mi corazón, justamente ayer, por destruir mi trabajo y por poner sus subjetivos intereses por sobre los de los demás.




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