Quiero saber

V

—¿¡En serio!? —exclamó Jack, muy alarmado.

—En serio —respondí, calmada.

Estábamos en nuestro tiempo libre. Jack me había invitado a tomar un café lejos de la editorial —decía que era alérgico al que daban en el cafetín— y ahora estábamos sentados, viéndonos frente a frente, conversando y riendo y tratando de evitar tocar temas sobre trabajo. Pero, ¡rayos! No podíamos, por más que quisiéramos. Vivíamos tan ensimismados en la edición de un libro o la de un manual de instrucciones que, para nosotros, la vida real era eso: trabajo y más trabajo, libros y más libros y correcciones y palabras repetidas y sinónimos que hacían perder el significado de la oración.

Y ahora yo conversaba con él y le decía todas las noticias que habían salido de repente, como una negruzca araña venenosa que inesperadamente sale de debajo de la alfombra, en estos últimos días.

—No puedo creer que haya rechazado tu propuesta. ¡Si ya la habían escogido! —expresó. Frunció el ceño y meneó la cabeza, como si estuviese presenciando una injusticia—. No he leído tu propuesta, solo porque según tú era de mala suerte. Pero, por cómo eres, sé que lo merecías, Stella. Merecías ese puesto, en serio.

Me miró con tanta honestidad que no pude evitar sentir que volaba por los aires, desplazada por el cristalino viento. Oh, y esos ojos, de brillantes destellos, lograron clavarme una flecha en mi corazón, que tan a gusto estaba con su presencia. ¡Jack era verdaderamente un caballero! Un hombre tan guapo y tan generoso, muy cordial y educado. Pensando esto la sangre me revoloteaba por mis adentros, y me subió hasta las mejillas, poniéndolas coloradas, y no pude sino mover la cabeza de un lado a otro con nerviosismo y soltar una risita con cierta torpeza.

—Muchas gracias, Jack, no sabes lo mucho que eso significa para mí —dije. Luego expresé, algo desanimada—: Es una pena, ¿sabes? Me hubiese gustado ver esa propuesta en todas las pantallas de Edimburgo. Nuestro trabajo, nuestro proyecto. Me hubiese gustado mucho.

Jack suspiró, un poco desconsolado. Bebió un sorbo de su amargo café y, perdiéndose en sus íntimos pensamientos, miró brevemente por la ventana. Luego de unos segundos volvió a mirarme, con el rostro deslumbrante de humilde compasión, y preguntó, con voz grave:

—¿Cuál escogieron?

—La de Louis, eso creo —respondí—. El señor Glick mencionó que aún andaban indecisos con eso.

Bajé la vista un momento, como para evitar que él viese esa descabellada vergüenza que tenía encima.

—¿Louis Kash?

—Hopper.

Bufó y puso los ojos en blanco. Entonces, se estiró en la silla como si hubiese despertado hace unos segundos.

—Hopper es un idiota —espetó, con cierto resentimiento en su tono de voz.

—¿Por qué lo dices?

—¿Te acuerdas de ese proyecto con Susan Crawford?

—Claro, ¿qué sucedió?

—Ese fue el tonto que criticó negativamente a Susan enfrente de la misma Susan. ¡Por Dios! ¿Cómo no va a saber que era ella? —agitó la cabeza, con decepción—. Luego casi cancelan el proyecto por culpa suya y casi a todos nos dejaban sin cabeza, ¿cómo lo ves?

Yo le miré y solté una breve carcajada. Estaba claramente enojado, con el aspecto del típico personaje gruñón que siempre había en las pelis. En todo su cuerpo parecían brotar pequeños vapores llenos de animosidad y su rostro, que lo tenía chistosamente contraído, parecía tener pequeños destellos de aversión irracional.

—Jamás imaginé que fue él quien hizo aquello —dije, sonriendo—. Pero no le odies, la navidad pasada hizo un buen trabajo con aquel cuento navideño de Lotso.

—Lo de Lotso fue muy sencillo, querida Stella. Es un tonto y ya —dijo refunfuñando.

Yo seguí riendo y meneando la cabeza, con diversión. Ahí estaba Jack Bartmon y su increíble manera de hacerme olvidar todos los problemas del mundo. ¡Adiós, malestar! Jack había llegado y había extinguido las llamas del pesar que lo del Arctic Glow había provocado en mí ser. Ya. Ya. No debería pensar más en eso, ni en Dylan Turner, ni en nada que tuviese que ver con él. Ya él había tenido bastante rato en mi cabeza, y con esas tres noches en las que se paseó por mis sueños ya me había dejado a mí las ganas de eliminarle de mis memorias para la eternidad. Quería verlo partir hacia el abismo del vacío, del olvido, un recuerdo que jamás volverá ni volveré a ver entre sueños. Era historia, ¿cierto? Oh, no, ¿a quién quería engañar? No quería mentirme, no podía mentirme. Dylan estaba siempre en mi cabeza desde aquello, desde ese viernes en que se acercó a mí, lentamente, y...




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