Quiero saber

VI

Selina Garris estaba tan espléndida esa tarde que yo no pude evitar sentir un chispazo de envidia.

Era realmente preciosa, alta, esbelta y hasta tenía un pequeño lunar en el cuello que parecía tener, si se le veía de lejos, la forma de un extraño corazón. Vestía completamente de negro, de un impecable negro que me hacía acordar de los ejecutivos profesionales, con sus aspectos demasiado elegantes. Tenía un maquillaje tan pulcro y bonito que mi autoestima se debilitó un poco. No llevaba anillos, ni tampoco brillantes accesorios de exagerados tamaños, solo unos aretes dorados lo suficientemente grandes como para que se notaran a través de su largo cabello suelto, y también un reloj en la mano izquierda. Hablaba calmadamente..., pero, esos pensamientos, ¡qué estruendosos eran! No paraba de decir lo mucho que le gustaba más el Arctic Glow que la editorial, solamente, según ella, por tener una bonita recepción y un bonsái cuidando en la entrada. 

Desde que llegamos se la había pasado comentando acerca de la vestimenta de las personas. Les daba calificativos en voz baja y me las susurraba al oído, como si contara un secreto prohibido que nadie debería saber.

—La mujer de la recepción tiene un seis sobre diez —me dijo en un momento, con mucha decepción.

Y yo, pues, solo podía suspirar.

A nuestro lado andaban Louis Hopper y Jack Bartmon, guapos y elegantes, con la fina y distinguida esencia de personas que tenían plasmada, en toda su presencia, la palabra PROFESIONAL. Llevaban majestuosos trajes formales de tonos oscuros y tenían el cabello peinado hacia atrás. No sonreían mucho, pero sí opinaban de ciertas cosas. Jack Bartmon dijo algo sobre el terrible frío del lugar y Louis Hopper mencionó que hace tiempo había entrado allí por cuestiones personales, pero que no se acordaba dónde quedaban los baños. 

Jack, para mí, se veía hermoso. Lucía como esos empresarios millonarios que salían en las pelis, que poseían, en sus manos, mucho poder y mucho dinero. Él y yo, por cierto, habíamos salido hacia el teatro el viernes pasado y fue realmente maravilloso. Hablamos mucho, observamos a los danzantes personajes de Billy Elliot y luego comimos gigantescos helados llenos de muchas chispas. ¡Qué divertido fue! Me había sentido en los días del instituto, donde las citas eran charlas y risas y luego llegaban los coloridos postres a rasgarnos el hambre con el intenso sabor del dulce. Fue tan increíble que ese mismo viernes, cuando ya estaba en la soledad de mi hogar, me costó dormirme. ¡Y estábamos en el mismo equipo! Trabajaríamos juntos, estaríamos juntos en muchos momentos y en muchas ocasiones y aquello me llenó de intensa alegría, de felicidad pura.

Y, claro, ahora allí estaba conmigo. Luciendo muy guapo y muy formal, y a veces se le veía fruncir el ceño con apatía, concentrándose, quizá, en sus pensamientos. 

Pero, ¡oh Dios! Estábamos algo agitados. Incluso yo, al entrar al Arctic Glow por segunda vez en ese mes, sentí el nerviosismo galoparme en mis adentros, como un caballo salvaje que trota entre las penumbras de una desolada pradera. Era más allá del mediodía en ese entonces, con el sol que lleno de cansancio parecía cabecear y con las nubes navegando, perdidas, por el cielo de un Edimburgo que aún se estremecía por el calor. Poco a poco comenzaría a oscurecer, y la ciudad entera sucumbiría bajo el penetrante crespúsculo, que anunciaría la llegada de la noche, dejando a todos bajo las sombras.

Y yo... ¡tenía que dejar de mirar hacia afuera! Aquel paisaje que Edimburgo me mostraba no hacía más que embriagarme de la extraña sensación de querer escapar, de querer salir corriendo de allí. ¿Por qué, pensaba, tenía yo aquel oculto deseo? La cosa era que, pues, ese lunes por la tarde tendríamos una conferencia. Ya habíamos hecho la primera junta la semana anterior —de la cual reuní mucho valor para no intercambiar miradas con Dylan— y estábamos trabajando, por estas semanas, en el reparto y la producción del corto para la campaña. El señor Glick seguramente ya se encontraba en la sala junto con Dylan Turner y la otra parte del equipo, quienes pertenecían al Arctic Glow. No eran muchos, en realidad. En total eran unas seis personas de distintos departamentos. Nia Daniels, Gordon Blythe, Kurt Bourne y otros de la cual no podía recordar sus nombres, pero que igualmente eran de vital importancia. Tenían metas fijas, al igual que nosotros, y un futuro prometedor que se desplazaba por sus mentes cada vez que se mencionaba la campaña. Y también, por supuesto, muchas ganas de trabajar. ¡Eran muy buenas personas! Había quedado tan encantada con sus elegantes presencias y su pulcra manera de organizar las cosas que, ya al primer día, les admiraba sinceramente.




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