Veía a Dylan en todas partes.
Era un fantasma, un espectro omnipresente que, en medio de la penumbra de mis pensamientos, aparecía de improvisto, de repente, asustando mi corazón que ya lleno de cansancio no le quedaba de otra que palpitar. Qué afán tenía el destino de mostrármelo siempre en todos lados, en todos los rincones, en las portadas de las revistas, en los diarios, en la tele, en las charlas matutinas que se conmemoraban en la oficina… ¡En todas partes! Y yo, quien solo en sueños podía escapar de la realidad, hasta allí lo veía, sonriéndome, acariciándome la piel con sus dedos, con todo su… ¡Ugh! Por más que quisiera, no podía sacarlo de mí. Y después de aquella conferencia, donde lo habían atacado con esa gigantesca montaña de preguntas, Dylan se había enterrado más en mi mente, en mi curioso raciocinio que no paraba de hacerse preguntas.
Pero, ¿por qué yo tenía que estar así de enfrascada en su persona?
¡Rayos! No lo sabía. Era algo extraño, muy extraño. Estaba segura de que, en realidad, era un sentimiento, una emoción, algo que dentro de mí estaba comenzando a crecer, poco a poco, sin prisa pero intensamente. Pronto, quizá, se convertiría en una vehemente llamarada de emociones, una furiosa corriente de sentimientos que, por supuesto, no sería fácil de apaciguar. Oh, ¡qué desdicha la mía! Tan concentrada que estuve en estos tiempos, y tan entusiasmada que estaba con Jack que, de pronto, volvía Dylan a ocupar mi mente con su extraordinaria presencia, para cegarme la vista con esa mirada de singular belleza, de impecables atributos, que buscaba también vendar mis sentidos con su ingeniosa forma de actuar ante las cosas. ¡Por Dios! Si solo pudiese, de una vez por todas, sacarlo de mí, sería un regalo maravilloso del destino, de los cielos...
Ya, ya.
Divagaba mucho. Volaba por mis pensamientos perdidamente, sin control, y eso era terriblemente malo tomando en cuenta que, en ese momento, estaba yo en la filmación de la primera parte del corto —sin embargo, era el rodaje de prueba—, con los actores Dominic Willoughby y el pequeño Normand Patton haciendo una actuación estelar. ¡Qué increíbles eran! Ambos tenían el don de convencer, de entregarse completamente a un papel, a un personaje. Incluso el pequeño Normand, que solo contaba con seis años, era ya un increíble actor. Y el señor Willoughby, que tan ejemplar era, lo admiraba yo demasiado. Había hecho unos cuantos largometrajes famosos en Londres y en Edimburgo y ahora verlo allí, frente al lago del parque Inverleith, rodando la escena de un proyecto en la cual yo participaba, hizo que mi corazón se estremeciera de alegría. A pesar de que aún no sabía cómo se logró convencer al señor Willoughby para formar parte del proyecto, ¡qué feliz estaba yo por eso! Todo era tan maravilloso, tan fantástico. Estábamos trabajando mucho, esforzándonos demasiado. Justo en ese instante el equipo, que a mi alrededor se esparcía, observaba sonriente la escena que estaba siendo rodada. Era aquel momento donde el padre y el hijo estaban juntos observando el lago, tan magistral y silencioso, y hablaban de cotidianidades y reían de chistes ligeros.
Sonreí muchísimo más. También esa misma mañana había llamado a mi madre y le había contado todo lo que había sucedido. Ella, tan entusiasta como yo, había gritado de la emoción. Me había dicho que estaba tan feliz que hasta podría llorar. ¡Qué dramática! Me reí y ella también lo hizo, y todo mi interior estuvo repleto de paz. Ella y yo, como personas sentimentales —demasiado sentimentales— llorábamos, reíamos, y nos emocionábamos por las mismas cosas. Éramos como dos gemelas que simplemente no les tocaba nacer juntas, sino una después de la otra, y que de igual forma nos cuidábamos mutuamente.
Pero, bueno, ya basta de pensar. Tenía que seguir enfocada en mi proyecto, en el trabajo que ahora ante mí resplandecía en furiosas llamas de éxito.
En ese entonces, con mis propios ojos, veía esa escena de tan mágica ensoñación, que me dejaba ciego el raciocinio. Oh, mi corazón…, qué feliz estaba.
—Stella —susurró alguien, de pronto. Me di la vuelta y me encontré a Jack, sonriendo—. Te ves muy feliz.
—¡Lo estoy! Mira lo que sucede en frente de nosotros. ¿No es hermoso?
—Mucho, sí. Estamos avanzando, avanzando rápido.
Yo asentí con la cabeza, asombrada.
—¿Ya no estás tan nerviosa? —preguntó, y me sonrió levemente. Tenía los brazos cruzados. Usaba, curiosamente, una camiseta a cuadros y unos jeans azules que por un momento me dio la impresión de ver un chico vaquero, de esos que salían en las pelis del viejo oeste.