Quiero saber lo que es el amor

CAPITULO III:¡¡¡RAYOS!!!

La historia a la que se refería era acerca de un niño. Y ese niño era yo, años atrás.

Mientras me hablaba, extrañamente, me fui transportando en el tiempo a la época de mi niñez.

Recuerdo que mi padre se encontraba hospitalizado a raíz de un accidente en la fábrica donde trabajaba. Manipulando cierto material, aún con el equipo especial de protección, debido al poco espacio, estuvo a punto de ser aplastado por toneladas de productos industriales. Afortunadamente, la ayuda de sus compañeros fue determinante para salvarle la vida. Sin embargo, tras aquel incidente, sufrió algunas fracturas que motivaron su inmediato internamiento en el hospital de aquella ciudad. Según el diagnóstico y en base a su evolución, tuvo que permanecer casi dos meses con una pierna y un brazo enyesados, ambos derechos, en una cama de hospital. Precisamente el día en que le darían de alta coincidió con el último día del año. Yo tenía en aquel entonces unos siete años y recuerdo que acompañé a mi madre para llevar a papá de regreso a casa.

Había ya borrado de mi mente aquel día porque ocurrió un hecho bastante triste. Como se estaban tardando en autorizar la salida de mi padre, debido a que muchos pacientes eran dados de alta ese mismo día, le dije a mamá que iría a caminar un poco y que enseguida volvería. Con cierta duda, aceptó, recomendándome que no me alejara demasiado.

Le respondí que sí y lo primero que hice fue ir a los servicios higiénicos por cierta urgencia que tenía. Luego, al salir de ahí, empecé a caminar por los pasillos cercanos a la habitación de papá. Miraba y miraba todo, sin buscar ni fijarme en nada. Hasta que llegué a los ascensores. Al llegar al hospital, mamá y yo, habíamos tomado uno hasta el piso donde tenían a mi papá. Ahora estaba yo solo. En mi duda entre entrar o no entrar pasó un lapso difícil de precisar. Al final opté por seguir mi camino e ignorar aquellos ascensores. Pero, justo en ese momento, la puerta de uno de ellos se abrió, para dejar salir a un señor, ya de edad, que al parecer venía de un piso inferior, y que por cierto se veía que llevaba mucha prisa.

Nuevamente quedé solo frente a la puerta abierta del ascensor en cuestión, que en contados segundos se cerraría. Justo cuando la puerta empezaba a moverse, algo me impulsó a entrar y finalmente terminé dentro de aquella caja de metal. Mi corazón empezó a latir con fuerza por la osadía con que acababa yo de actuar. Entonces dicho transporte terminó cerrándose totalmente.

Pero no se movía, pues era necesario que alguien presionara algún botón indicando a qué piso dirigirse. ¿Ahora qué? ¿A dónde ir? Estaba indeciso al ver un tablero con tantos botones. Entonces, en medio de esa indecisión, se me ocurrió ir al piso más alto del edificio. Adiviné que sería el botón en el que estaba escrito AZ, de azotea. Así que, empinándome un poco, logré estirar mi mano hasta alcanzar el mencionado interruptor para poder dar inicio al ascenso.

Tras una leve sacudida sentí que el lugar en el que estaba se empezaba a mover y mi emoción aumentó aún más. Era, a mi corta edad, como estar en un avión, o yendo al espacio en una nave espacial. Fue fabuloso. El ascenso duró apenas unos momentos, que parecieron los más eternos y los mejores de mi vida. El corazón estaba a punto de salirse de mi pecho y mis latidos eran acompañados por el ruido acompasado del elevador a medida que pasaba uno a uno por todos los pisos del edificio. Hasta que, finalmente, se detuvo el ascenso y al abrirse la puerta me invadió un sentimiento de aventura como nunca antes lo había tenido. Lo que seguía era, pues, continuar con mi exploración. Así que, decidido, pero con cautela, fui asomándome lentamente fuera del ascensor y poco a poco me fui dando cuenta que, efectivamente, había llegado a la azotea del hospital. Ya empezaba a anochecer, así que el cielo mostraba ya sus primeras luminarias a pesar de la contaminación ambiental. Mi curiosidad me llevó a querer ver la ciudad desde uno de los bordes de la azotea. ¡Que impresionante! Ver la ciudad completa desde esa altura. Todo se veía tan pequeño, y grandioso al mismo tiempo. Así me quedé un momento, observando, cuando de pronto algo se movió dentro de la mochila que llevaba en la espalda. Lo había olvidado. Había traído a Misha, mi gata, conmigo, aun cuando mi madre me lo había prohibido. Más me valdría haberle hecho caso, porque lo primero que hice fue correr el cierre para que mi mascota pudiera respirar un poco. Error. Al hacerlo, esta salió huyendo de su encierro lanzando un aullido propio de una gata en cautiverio. Apenas pude ver cómo su pelaje dorado se perdía entre el contraste de luz y sombras que empezaba a formarse a mi alrededor. Como si eso no fuera ya bastante, algo inesperado ocurrió. Un relámpago, seguido de un fuerte trueno, anunció el inicio de una lluvia intensa. Apenas tuve tiempo de correr a guarecerme, y fue cuando vi una figura conocida trepar hacia lo alto de una antena hasta llegar a la parte más alta. Dicha antena estaba anclada al suelo, por cada una de sus cuatro columnas verticales, las cuales formaban una base cuadrangular y se unían en lo alto en un vértice, formando una enorme pirámide espigada hacia las alturas. No fue sino hasta el mismo vértice que mi mascota dejo de trepar, ubicándose majestuosa y desafiante, como dueña absoluta de todo. Por más que la llamé, le grité y hasta amenacé, nada hizo que la gata bajara de aquella altura. No tuve más remedio que acercarme al pie de aquella enorme antena, al parecer de radio, para hacer que de algún modo mi mascota volviera a mis brazos, y de ahí a la mochila. Pero nada. Y en eso, las nubes que cubrían todo el cielo, de lo oscuras que eran, se tornaron aún más negras, si es que aquello podía ser posible. Y un nuevo estruendo ensordecedor, más que el primero, se hizo escuchar de manera, según yo, casi universal. Fue el anuncio de un poderoso rayo que iluminó súbitamente el oscuro firmamento y descendió con tal rapidez que no dio tiempo a mi gata de reaccionar. Al impactar el rayo en el metal, fulminó también al pobre animal, del cual vi su triste figura caer, tras el impacto, al suelo húmedo. Esta vez no caería de pie como los gatos, pues ya estaba sin vida y su color dorado era ahora de una tonalidad más oscura y hasta emanaba un olor a carne y pelos chamuscados. Corrí a ver a mi amiguita, aquella que mi papá me había regalado, luego que la hubo rescatado de un hoyo profundo cerca de su fábrica. La encontré tirada, de costado, echando humo producto de la electrización. Me cogí la cabeza con ambas manos, no importándome que la intensa lluvia hiciera estragos en mi ropa y en mi humanidad. Sentí lástima por ella y un gran remordimiento, pues yo la había llevado hacia su triste final. Lo peor para mí, sin embargo, estaba por venir. ¿Qué hacer ahora? ¿Dejarla ahí? ¿Mostrarla a mis padres? ¿Qué hacer? Lo seguro era que no la podía dejar tirada ahí. Así que de la mochila tomé un abrigo y la envolví en él. Luego la tomé, así envuelta, y la metí a la mochila. Todo en un abrir y cerrar de mochila, para luego dirigirme a toda prisa al ascensor. Por extraño que parezca, este no se había movido en todo ese tiempo, así que apenas presioné el botón de llamada, la puerta se abrió y pude volver al piso en donde ya estarían preocupados por mi demora. Al llegar, sin embargo, nadie había sentido el tiempo pasar y sólo mi madre me preguntó que porqué estaba todo mojado. Lo único que se me ocurrió fue decirle que por acercarme a una ventana abierta la lluvia me había empapado. Me miró extrañada. Por lo visto mi respuesta no la había convencido. Pero no insistió. Más bien me dijo que ya mi padre estaba a punto de salir y así podríamos ir a casa. Sólo entonces mi madre notó en mí esa expresión llorosa que sólo las madres reconocen en sus hijos. Entonces se acuclilló para estar a mi altura y poder mirarme directo a los ojos:




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