Quiero ser tú para enamorarme de alguien como yo

Capítulo 4: Incomprensión

Si aquello no tenía lógica para Izan, para Nico no sería diferente. Cuando apagó el despertador buscó a tientas sus gafas sin éxito alguno, así que encendió la lamparita tras un rato intentando atinar con ellas. Sin embargo se dio cuenta, para su sorpresa, que no necesitaba ningunas gafas, algo a todas luces imposible: A nadie le desaparece la miopía de la noche a la mañana sin pasar por una intervención quirúrgica, y desde luego Nico tenía claro que él no había sido intervenido mientras dormía. Así que, ¿qué estaba pasando? No fue algo en lo que tuvo que pensar mucho, ya que en su mente se formaban miles de preguntas unidas en una estampida esperando la apertura del mayor centro comercial del mundo en época de rebajas. Nico sabía perfectamente que aquellas no eran sus sábanas, ni su cama, y ni mucho menos su habitación. Eso no significaba que desconociese el lugar donde se encontraba, por suerte o por desgracia, sabía donde se hallaba.

El corazón de Nico empezó a temblar, o eso creyó sentir cuando se empezó a acelerar. Se sentó en la cama apoyando los pies en el caliente suelo obra de la calefacción que cubría aquella habitación. Buscó a tientas las zapatillas mientras su mente seguía intento entender que estaba ocurriendo. Si difícil le fue hallarlas, más le sería entender lo ocurrido. Unas zapatillas azul celeste de una suavidad inigualable se encontraban bajo la cama, probablemente su dueño las hubiera empujado sin querer cuando se acostó la noche anterior.

No hacía falta mirarse en un espejo para saber que aquel cuerpo no era suyo, no se sentía en él, ni lo que alcanzaba su vista le mostraba quien había sido durante los dieciséis primeros años de su vida. Pero también sabía a quien pertenecía aquel cuerpo sin tener que asomarse al espejo que cubría la pared más cercana. Si cerraba los ojos sabía ubicar cada cosa que habitaba aquel cuarto, quizá pudiera tener algún que otro fallo, pero simplemente porque hay cosas que cambian por el paso del tiempo. No era el hecho de estar en otra casa y otro cuerpo lo que le hacían saber a quién pertenecía, era el hecho de que conocía bastante bien aquella casa, al menos hasta dos años atrás.

Pese a saber a quién pertenecía aquel cuerpo, tras un largo suspiro, se levantó con intención de acercarse al espejo, el ser humano tiene esa extraña manía de querer cerciorarse de las cosas a pesar de saberlas, quizá para comprobar que no ha perdido la cabeza. El caso es que Nico acabó enfrentándose a aquella imagen del espejo, y pese a saber con qué reflejo se iba a encontrar, no pudo evitar sobresaltarse llevándose la mano a un corazón que no le pertenecía. Aunque su sobresalto fue mayor cuando alguien tocó a la puerta, primero con suavidad, luego un poco más fuerte.

―¿Izan? ¿Te has despertado ya? ―Preguntó una voz familiar tras la puerta.

Aquello no hacía más que confirmarle el sinsentido que estaba viviendo. Él no era Izan, era Nico y sin embargo estaba en la habitación del primero, en su mismo cuerpo. Tenía sus mismos ojos verdes aceituna, su pelo castaño arremolinado por culpa de la almohada seguía impregnado de los productos que su dueño solía echarse a diario. El cuerpo era fibroso y la tonalidad de su piel clara con pequeños reflejos dorados era más intensa. Él no creía en magia, ni nada que tuviera que ver con la ciencia ficción. La vida no estaba hecha de ese tipo de cosas, y sin embargo se encontraba ante una situación inexplicable. ¿Un sueño? Tal vez. Quizá debería pellizcarse, algo que se supone que debe de dar resultado, pensó. Cuando estaba a punto de hacerlo, la voz familiar volvió a hablar tras la puerta interrumpiéndole.

―Vas a llegar tarde a clase y aún tienes que bañarte ―Nico vio tras la puerta una sonrisa afable en aquella voz, no necesitaba abrirla para saberlo.

¿Qué debería de hacer? Si respondía su voz le delataría. Si no decía nada ella acabaría entrando pensando que Izan seguía durmiendo. Tras pensarlo durante lo que creyó una eternidad tomó la decisión final de responder.

―Ya voy ―dijo finalmente escuchando salir de su interior la voz de Izan, produciéndole un extraño escalofrío en todo su cuerpo.

―Te he preparado el desayuno para que te lo tomes en la habitación como tanto te gusta ―lo que Nico sabía por experiencia que aquello significaba que ni los padres de Izan se encontraban en la casa ni su hermana tampoco. También significaba, si los gustos de su antiguo amigo no habían cambiado, que Casandra había hecho tortitas con chocolate.

―Pasa Casandra ―sus tripas rugieron recordando aquellas tortitas que había probado por última vez un par de años atrás.

Una señora de casi setenta años de edad entró ataviada con un vestido azul marino y mandil blanco. Su pelo canoso estaba cubierto por una cofia azul marino con bordados blancos que acompañaban al traje. Como bien había imaginado Nico, se trataba de Casandra, la asistente de la familia de Izan, una mujer que había estado trabajando desde joven para varias generaciones de aquella pintoresca familia. Casandra colocó la bandeja con tortitas y zumo de arándanos sobre el escritorio de Izan y cerró la puerta tras de sí quedándose dentro de la habitación.




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