Quiero tocar el cielo.
Se ve tan bello.
Da esa extraña paz cuando la veo.
Es hermoso cuando ríe, habla, canturrea y es fácil dejarse llevar por esas brisas que parecen traídas por una sirena Odisíaca.
Quiero tocar y ver el cielo, tenerlo cerca y poder experimentarlo; pero está ahí, tan lejos que parece que nunca podré hacerlo.
Quiero hablarle y acercarme, tenerla cerca; pero está ahí, tan indiferente que parece que nunca podré hacerlo.
¿Por qué ese “cielo”?¿Por qué no otro?
La gente se suele quedar conforme con techos, techos fijos que sí parecen darles cobijo.
La gente dice que me conforme, quedándome en techos que sí parecen querer darme cobijo, pero quiero salir a buscar a mi cielo, aunque no me dé cobijo ni parezca que me quiere dar cobijo.
Lo quiero intentar.
Quiero tocar el cielo.
Pero el cielo es cruel.
Cuando parece que estoy más cerca, llueve o se mantiene en su infinita indiferencia.
Pero, siendo realista, ¿qué más puedo esperar del cielo?
Parece que nada, el cielo parece no querer corresponder al sentimiento que no le he dicho.
Si no puedo tocarlo, querré verlo. Y si no puedo verla, querré soñar con ella.
¿Cuál será el grado de moralidad de mi deseo, para querer hacer mía a ese cielo que parece tan libre?
Parece irracional, pero así me es. A tal punto que parece un capricho; pero como dijo un sabio, la diferencia entre un capricho y la pasión eterna es que dura más el capricho.
Pero ahí está el cielo, esperando a que lo vea. Bueno, no me voy a mentir, está ahí existiendo y soy yo el que espera para verla.
¿Cuál será la ironía que quiero hacer mía a aquello, que al mirarlo me siento libre?¿Será eso?¿Será que necesito hacer preso a alguien, a ese cielo, para que yo me sienta libre?
No, claro que no, quiero que el cielo me mire, que me ilumine indefinidamente y no sólo cuando lo vea.
Quiero que ella me elija libremente para acompañarla. Que me elija ella, pues yo ya la elegí. Para que por fin sea mutuo.
El cielo se ve ahí, tan bello, digno de que la mirada se estanque en él; pero se lo habrán dicho tantas veces que ya lo tiene que saber, decírselo sería soltar aire vacío al aire infinito comprendido entre ella y yo.
Pero, ¿cuán lejos está el cielo?
Yo miro hacia arriba, veo ese azul infinito, y digo que está lejos porque no lo alcanzo al alargar el brazo.
Yo la veo por todos lados, esté o no, y digo que está lejos porque no la abrazo cuando abro los brazos.
¿Eso implica que está lejos? Quiero creer que no, pero ¿me estaré autoengañando?
Sí, me estaré engañando; pero si pienso que no está tan lejos o tan alto, lo percibo más cercano y me animo a seguir con el brazo levantado, con los brazos abiertos para ver si el cielo baja, si ella se acerca.
Quiero tocar el cielo.
Escuchar sus brisas, su risa.
Sentir su luz, su mirada.
Quiero que ese cielo me mire; pero parece tan lejano que parece mirar a todos con la misma indiferencia.
Odio tener que esperarla. Odio oír ecos, buscarla y no encontrarla.
Pero el cielo se ve tan observable y alcanzable.
¿Alguien habrá tocado el cielo?
¿Cómo?
¿Cómo tocar el cielo?
Alargar el brazo no aparenta ser suficiente, pero es lo que queda.
Miro a ese cielo que no poseo. La veo moviéndose de un lado para otro, presa de sus propias brisas que parecen hacerla libre.
¿Qué tan libres tendrán que ser sus brisas?
No lo sé; pero realmente quiero estar en esas brisas, o pertenecer a ellas y sentirme libre con el cielo.
Pero cuando sus brisas interceden con mi pasos ella sigue con su camino; y yo, incapaz de seguirla o acompañarla, a no ser que Dios quiera que coincidamos de nuevo para que sus brisas la lleven a seguir su camino.
A veces, quisiera quedarme mirando el cielo cuando no puedo. Ver ese azul infinito o esos ojos en los que me perdería, y eso, perderme. Perderme de este mundo y centrarme en el inalcanzable cielo.
Es más placentero que pensar en mis problemas, la verdad.
Es la gracia de la belleza contra mi propia mente, seré débil y me estaré distrayendo, pero yo me centro en que quiero tocar el cielo.
Y el cielo a veces me mira. Es hermoso. Son momentos fugaces mas aún más fugaces que los momentos en los que soy yo quién la mira.
A veces la “pillo”, ella que está en su cielo, tan alto y alejado de mí me mira.
A veces esos rayos de libre propagación, se centran en mí.
A veces, esos ojos, libres de mirar a cualquier cosa, se centran en mí.
Aunque si el cielo está tan alto, y los rayos son tan aleatorios, que por probabilidad tendrán que tocarme en algún momento.
Si ella está tan inalcanzable, y parece no tener impedimento, parece que el mirarme no es más que una aleatoria decisión.
¿Por qué no rendirme ante la indiferencia?
No sé.
Aunque lo intente, cuando vuelva a verla, volverá el deseo.
El deseo de tocar el cielo.