Química Inevitable

Sin azúcar, sin glamour

Me desperté con el irritante pitido de mi alarma —que, por cierto, estaba programada con la voz de un modelo francés diciéndome "Bonjour, belle"—, pero ni eso me hizo sentir mejor. Tenía los ojos hinchados, el maquillaje corrido que me negué a quitar anoche y el corazón más roto que las uñas de una chica sin salón de belleza.

Me incorporé con un suspiro trágico y agarré el espejo de mano que siempre dejo estratégicamente en mi mesita de noche (es vintage, con bordes dorados, precioso). Apenas vi mi reflejo, solté un gritito ahogado. ¿Quién eres tú y qué hiciste con mi piel perfecta?

Me lancé al baño como si el mundo dependiera de eso, encendí la ducha y dejé que el agua caliente intentara derretir un poco de mi miseria. Luego, comencé mi rutina de skincare coreano —gracias a Centella por existir—, apliqué mis sueros y mascarillas con tanta devoción que podría haber ganado un premio. El rodillo de hielo bajo mis ojos era como una caricia de hielo en medio de mi tragedia. Y sí, un poco de corrector milagroso, blush y gloss, y voilà, la Alizée de siempre estaba de regreso. Casi. Porque por dentro seguía rota.

¿Cómo se supone que voy a vivir sin mis cremas, mis estilistas, mis marcas? No lo digo por exagerar, lo digo porque es real. Los pobres... ellos solo usan jabón. ¡Jabón! ¿Tú sabes lo que eso le hace al PH?

Bajé las escaleras, con mi uniforme escolar, y me detuve a admirar lo que algún día fue mi imperio: la lámpara de cristales que mamá mandó traer desde Milán, el mármol reluciente de Carrara, los cuadros firmados por artistas que ni puedo pronunciar. Todo... mío. Bueno, era mío.

Pero la casa estaba... vacía.

Papá no estaba en su sitio habitual, hojeando el periódico mientras sorbía café en su ridícula taza que decía “CEO, no preguntes más”. Mamá no estaba en el jardín haciendo yoga con su profesora sueca, Ingrid. No olía a panecillos recién horneados ni a café colombiano premium. Nada. Solo un silencio incómodo, como si hasta la mansión supiera que nos íbamos a pique.

En la mesa, encontré una nota escrita con la caligrafía estilizada de mamá:

Espero que hoy estés mejor de ánimo. Hoy es mi primer día de trabajo. Te prometo que todo saldrá bien. Te dejo 20 dólares para que comas algo y tengas con qué transportarte. Te amo, hija.”

...

Veinte. Dólares.

¿Veinte dólares?

Agarré el billete con dos dedos, como si estuviera sucio.

—¿Qué se supone que haga con esto? —murmuré, horrorizada—. ¿Comprar chicles y rezar?

Respiré hondo, guardé el billete en el bolso Chanel que compré la semana pasada y salí, con la cabeza en alto. Porque sí, puede que esté en ruinas por dentro, pero por fuera... sigo siendo Alizée Royce.

Y las reinas no lloran en público.

El camino al instituto fue un castigo divino. Literal. Sentada en el asiento trasero de ese auto particular (sí, de esos que cualquier persona normal toma sin pensar), sentía que cada vibración era una cachetada del universo diciéndome: “Bienvenida al mundo real, Alizée”. Si alguien me veía, ahí, sin chofer, sin auto negro brillante, sin los cristales polarizados que protegían mi dignidad… me moría. No literalmente, obvio. Pero casi.

Apenas bajé frente a la entrada, me puse mis gafas de sol enormes —aunque no había ni una nube— y caminé hacia la fuente, donde mis amigas me esperaban como siempre. Tres estatuas de la realeza estudiantil: Kiara, Nerissa y Lilith. Perfectas, divinas, peligrosas.

—¡Por fin! —bufó Nerissa apenas me vio—. ¡Pensamos que habías muerto o que los paquetes te habían tragado!

—Ajá, ¿y las fotos? —preguntó Lilith, cruzándose de brazos—. ¿No que nos ibas a presumir cada detalle en tiempo real?

Sentí cómo se me congelaba la sangre. Por dentro, mi cerebro gritaba ¡panic mode!.

—Chicas… ¡fue una locura! —exclamé con una risa nerviosa y un manoteo muy teatral—. Llegaron tantos paquetes que terminé agotadísima. Todo está divino, pero olvidé por completo enviarles fotos. ¡Me quedé dormida abrazada a uno de los vestidos!

—¿Dormida? —repitió Lilith, entornando los ojos—. ¿Tú? ¿La Alizée que hace videollamadas para mostrar hasta los sobres de confeti? Algo no cuadra.

Tragué saliva.

—¡Lo juro! Fue una locura. ¡Cajas hasta en las escaleras! Me distraje organizando todo por color, marca, tipo de tela... Fue un desastre fabuloso.

—Bueno —intervino Nerissa, bajando el tono—. Entonces hoy sí nos mandas todo, ¿sí? Morimos por ver ese set de velas personalizadas que encargaste.

—Sí, claro —mentí con mi mejor sonrisa, la que usaba cuando me tomaban fotos para el anuario—. Hoy sin falta.

En ese momento, sonó el timbre. Kiara alzó las cejas con su típica sonrisa de “siganme los buenos”.

—Vamos, que si no llegamos temprano, la señora Fitz nos da otro sermón sobre el respeto a la historia. Literalmente, ayer me regañó porque escribí Napoleón Bonaparte con “u” —se quejó rodando los ojos.

—Qué trágico —dije con un suspiro falso, recogiendo mi bolso de diseñador—. Pobrecito Napoleón, qué ofendido debe estar.

Caminamos entre murmullos, miradas, y alguna que otra selfie casual mientras íbamos al salón. Mis tacones hacían ese “clac clac” tan satisfactorio que hacía voltear hasta a los de grados mayores. Al menos algo se mantenía en orden en mi vida.

Entramos al salón y ocupamos nuestros lugares de siempre. Yo, por supuesto, en la tercera fila junto a la ventana, donde la luz natural me daba un perfil casi cinematográfico.

Abrí mi cuaderno decorado con brillitos y traté de concentrarme en la voz de la profesora, que estaba ya hablando sobre no sé qué revolución o fecha importante. Pero entonces…

Crack.

Una punzada me atravesó el estómago. Nada dramático, pero lo suficientemente incómodo como para obligarme a encoger un poco los hombros. Era como si algo dentro de mí estuviera… no sé, mal. Pero no podía explicarlo. Ni siquiera estaba segura si era físico o emocional. Solo sabía que no quería estar ahí.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.