Química Inevitable

Rómpelo

El uniforme del instituto me quedaba perfecto. Por supuesto que sí. La falda plisada caía justo donde debía, ni un centímetro más, ni uno menos. La blusa blanca estaba planchada impecablemente, y el listón azul marino del cuello se veía como si hubiera sido atado por una estilista profesional. Me miré en el espejo una última vez, ajustando una hebilla dorada en mi cabello perfectamente alisado. Si el mundo iba a quitarme todo, al menos lo haría luciendo como una maldita portada de revista.

Mi habitación, sin embargo, ya no se veía como una portada de revista.

La esquina donde solía estar mi tocador ahora tenía una caja que decía “Maquillaje (solo el caro)”. Mi clóset, antes una fantasía de pasarela, estaba medio vacío, y en el suelo quedaban perchas abandonadas como cadáveres de mi antigua vida.

Tragué saliva.

Respira, Alizée.

Bajé las escaleras lentamente, con el corazón latiendo un poco más rápido de lo normal. Tal vez era por todo lo que había llorado ayer, o tal vez era porque sabía que esta sería la última vez que bajaría por esa escalera de mármol como una princesa en su castillo.

Entré a la cocina y mi mamá ya estaba ahí, sirviendo el desayuno en platos de cerámica blanca que claramente no eran nuestros. ¿Qué demonios pasó con la vajilla de Versace?

—Buenos días, cariño —dijo con voz suave.

Respondí con un suspiro elegante. No tenía energía para ironías.

Me senté a la mesa. Frente a mí, un desayuno… decente. Unas tostadas ligeramente quemadas, huevos revueltos sin sal, y un jugo de naranja que claramente era de caja. Pero al menos había comida.

Comí despacio, sin dejar de mirar la cocina, que ahora estaba invadida por cajas selladas con cinta. El florero de cristal ya no tenía flores. Y la nevera, antes repleta de snacks importados, ahora estaba triste y vacía.

—¿Dormiste mejor? —preguntó mamá, sirviéndose café.

—Un poco… —dije mientras untaba mantequilla (no era francesa) en la tostada—. Supongo que mis amigas ayudaron. A veces no son tan tontas como parecen.

—Me alegra saber que las tienes —sonrió.

No respondí. Solo seguí comiendo, fingiendo que todo estaba normal, como si no fuera a abandonar esa casa esa misma noche.

Mamá me dejó dinero, otra vez. No veinte dólares como ayer, sino un billete de diez arrugado. Ay, Dios. En serio.

Tomé mi bolso con discreción y me levanté. Tenía que salir antes de que las emociones me alcanzaran otra vez.

Pero justo antes de cruzar la puerta, me di la vuelta y miré todo.

El suelo reluciente, las columnas blancas, el candelabro de cristal. El eco elegante de mis tacones resonando en el mármol. Y sobre todo, ese aroma sutil a lujo, a perfume caro y pan recién horneado, que ahora era reemplazado por cartón, polvo y… cambio.

Mi último desayuno como realeza.

Y nadie lo sabía.

Solo yo.

Y mi uniforme, que parecía más triste que de costumbre.

Apenas puse un pie en el instituto, supe que era mi territorio. Como siempre. El sol caía perfecto sobre mi melena rubia, el viento hacía lo suyo con mi falda de colegiala como si tuviera un ventilador exclusivo solo para mí, y mi brillo labial capturaba la luz como si anunciara mi regreso oficial al trono.

—Alizée —escuché la voz de Jordan, uno de esos chicos que creen que por tener mandíbula marcada y una moto ya pueden conquistarme—. ¿Cuánto más vas a hacerme esperar para salir?

—No sé, Jordan —dije deteniéndome frente a él, con la sonrisa más dulce y falsa que tenía—. Tal vez el mismo tiempo que le toma a tu perfume dejar de oler a desesperación.

Sus amigos rieron a carcajadas mientras él se quedó boquiabierto. Pobrecito. Se notaba que no estaba listo para una Alizée en modo reinicio emocional con brillo extra.

—Y no insistas —agregué, caminando de nuevo—. Me gustan los hombres que no necesitan rogar. Lamentablemente, tú no calificas.

Atravesé el pasillo con paso firme, sintiéndome más ligera que ayer. Estaba decidida a ignorar mis problemas… al menos hasta que la mudanza me explotara en la cara esa noche.

Vi la fuente. Nuestra fuente. El lugar donde siempre nos reuníamos Kiara, Nerissa, Lilith y yo.

Allí estaban. Las tres. Riéndose de algo. Mi pecho se llenó de calidez. Mis chicas. Hoy sí me iba a ir mejor.

—¡Chicas! —grité mientras aceleraba un poco.

Pero ninguna volteó.

—¡Kiara! —dije más fuerte, levantando la mano.

Nada.

En lugar de esperarme, se giraron y empezaron a caminar hacia la otra ala del edificio.

Me quedé quieta unos segundos.

¿Qué...?

No podían no haberme escuchado. No era como si hablara bajito, y llevaba mis tacones con punta metálica. O sea, imposible no notarme. Era yo.

Las vi alejarse entre risas, y una incomodidad me apretó el estómago como un puño invisible.

No les hice nada. Ayer me abrazaron. Me dijeron que me entendían. Me prometieron estar ahí. ¿Entonces por qué sentía que me acababan de cerrar la puerta en la cara sin decir una sola palabra?

Mi sonrisa se borró por completo.

Respiré hondo, me acomodé el cabello y me dije a mí misma:

Relájate, Alizée. Seguro no te vieron. O están en sus días. O qué sé yo. No empieces a imaginar cosas. A lo mejor solo fue un mal timing.

Pero algo en mi pecho, muy dentro, me decía que esto… no era solo eso.

Caminaba por el pasillo con los brazos cruzados y un humor que oscilaba entre no me importa nada y quiero destruirlo todo con mis tacones. Mis amigas parecian ignorarme, la mudanza era en unas horas, y yo… yo necesitaba distraerme. O gritarle a alguien. O ambas.

Y ahí apareció.

Caminando como si el pasillo fuera suyo, con ese aire indiferente que me sacaba de quicio, los audífonos colgando del cuello, y esa camisa blanca medio arrugada que, para mi horror, no le quedaba mal.

Cameron Sun.

Perfecto.

—Hey, Nerd.

Se detuvo. Literalmente. Como si le hubiera congelado el sistema.




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