Mi mamá ya me estaba esperando afuera del instituto. Yo no dije nada. Ella tampoco. Como si las dos supiéramos que lo que venía después no era un “nuevo comienzo”, como decía su ridículo podcast de autoayuda, sino el final oficial de todo.
Lo primero que vi al llegar a la antigua mansión Royce fue el infame cartel en la reja: SE VENDE.
Así. En mayúscula. Gritando. Burlándose de mí.
Tragué saliva. Sentí como si el mundo me dijera “te lo mereces, Barbie de plástico”, y no iba a llorar otra vez, pero me ardían los ojos. Hasta el letrero parecía mirarme con lástima. Mi mamá me apuró, subimos a un taxi como si fuéramos... no sé... personas normales. El chofer ni siquiera nos abrió la puerta. ¿Desde cuándo tengo que abrir puertas sola?
El vecindario al que llegamos era... ¿cómo decirlo sin sonar como una completa diva? Corriente. De esos lugares donde las casas están una al lado de la otra, con rejas bajitas, jardines mal podados, y perros que ladran por todo. Casas donde la gente se saluda con “buenos días” y se cree feliz porque el agua llega todos los días.
La nueva casa era pequeña. Y eso ya es ser amable. Solo dos habitaciones, y desde la entrada un fuerte aroma a polvo me atacó como si me odiara personalmente. Las baldosas del piso eran aburridas, grises, como de hospital viejo. Las paredes estaban agrietadas, y había una gotera en la esquina que parecía llorar por nosotras.
—Por favor, Dios, que no haya insectos —murmuré sin fe.
No tuve ni energía para hacer un drama. Toda mi fuerza se estaba yendo en otra cosa: ¿cómo rayos iba a acercarme a ese nerd? ¿Por qué no me pidieron algo más lógico? ¿No podía ser otra persona? ¿Una de las chicas nuevas? ¿Un profesor? ¿Un malabarista callejero? ¡Pero no! Tenía que ser Cameron Sun, el antisocial más insufrible del instituto.
Subí a mi habitación como si fuera una autómata. No crucé palabra con mi mamá. Ni ganas.
Cuando abrí la puerta me di cuenta de que el apocalipsis había llegado ahí primero. Era pequeña, sofocante, las paredes de un color amarillento que parecía sucio incluso si no lo estaba. Las cajas llegaban hasta el techo, y había telarañas en una esquina. Mi cama era lo único decente, la única parte de mí que aún sobrevivía a esta pesadilla.
Me tiré boca arriba. El techo estaba manchado.
Y así me quedé. Mirando hacia arriba. Pensando en Cameron Sun, en sus ojos azul verdoso fríos, su voz arrogante y en lo irónico que era que mi única forma de volver a ser alguien... fuera conquistando al chico que menos me soportaba en este mundo.
Tenía que hacer algo con el estúpido nerd. Ya. Urgente. Misión suicida, sí, pero es eso o convertirme en la marginada oficial del instituto... y no estoy lista para ese downgrade social.
Gracias a los cielos por Google. Digo, ¿quién necesita terapia cuando tienes millones de consejos mediocres a un clic? Escribí “cómo caerle bien a una persona que te odia”, y aunque el título sonaba a drama de telebasura, encontré oro puro.
Saqué una libreta vieja —que seguramente usé para anotar outfits y no para estudiar— y apunté con marcador rosa:
• Descubre por qué te odia (Pff, fácil: porque es un antisocial amargado).
• Bríndale ayuda (¿Ayuda? ¿Yo? ¿Con qué, con matemáticas? Auxilio).
• Esfuérzate por tener conversaciones normales (Es necesario este paso?).
• Hazle cumplidos todo el tiempo (¿Decirle que su cara de malhumorado le queda bien?).
• Ten contacto visual y físico (Me va a denunciar por acoso).
• Hazlo sentir bien (Okay, esto ya parece sacado de una novela rosa mala).
Suspiré. Todo sea por recuperar mi lugar en el mundo. Bueno, en el mundo no. En la fuente. Con mis (falsas) amigas. Same thing.
El reloj marcaba las seis. Tempranísimo. Pero no quería ni pensar. Mucho menos desempacar. Todo estaba desordenado, mis audífonos perdidos, Netflix inaccesible y mis cremas para el acné aún en paradero desconocido. Un verdadero apocalipsis.
—¡Ya sé! —sonreí sola—. ¡Le haré una carta al nerd!
Obviamente no la escribiría desde cero, hell no. Busqué una imagen cursi en Pinterest, esa que parece hecha con plumones y traumas no resueltos, y traté de copiarla. Resultado: media hora y un dibujo que parecía hecho por un gato ciego con Parkinson.
Rompí la hoja, hice un bollo y la lancé lejos. Me reí. Esto va a ser más difícil de lo que pensé.
A la mañana siguiente, mi madre me despertó con voz chillona.
—¡Alizée! ¡Vas a llegar tarde!
—¡Ya voy! —respondí a los gritos mientras me revolcaba como croqueta en las sábanas.
Me puse el uniforme en tiempo récord, lo cual implicó: peinarme sin peinarme, un maquillaje mínimo (es decir, solo corrector y gloss), y unas tostadas con mantequilla que tragué sin masticar.
—¿Y tú por qué no estás trabajando? —pregunté mientras me metía los zapatos como podía.
—Me dieron descanso —dijo sonriente—. Hoy tendremos noche de mamá e hija.
Tragué saliva. Porque sabía que eso significaba hablar de papá y no me gustaba hablar de papá. Mucho menos recordarlo. No porque no lo quisiera, sino porque… no quiero pensar en si era culpable. Porque si lo era, mi mundo, lo poco que me quedaba de él, se desmoronaría por completo.
Asentí. No dije más.
Cuando llegué al instituto, mi carta —una nueva, menos horrorosa— iba doblada dentro de mi carpeta.
Vi a Cameron caminando cerca de las canchas y pensé: ahora o nunca. Fui decidida a interceptarlo… hasta que me detuve en seco.
Estaba hablando con Lilith.
Fruncí el ceño y bajé la velocidad, sin ser demasiado obvia. Me acerqué lo suficiente como para escuchar algo.
—…y mi papá quiere que trabajes con él, sería solo en las tardes —decía Lilith, con voz extrañamente amable.
Me quedé estática. ¿El papá de Lilith? ¿Trabajo? ¿Con Cameron?
¿Qué demonios está pasando aquí?
Sacudí la cabeza. No me importa. No me importa. No me importa. Mentira. Me importaba y mucho, pero no iba a darles el gusto de notarlo.