Era casi mediodía y el sol caía con una fuerza descarada sobre los muros del instituto, pero yo estaba demasiado ocupada dándome el último retoque de gloss sabor a fresa frente al espejo de mi polvera como para pensar en el calor. Brillaba perfecto. Impecable. Y aún así, sentía que todo estaba... fuera de lugar.
No había logrado acercarme a Cameron ni una sola vez. Era como si estuviera huyendo de mí a propósito. Como si supiera que lo estaba buscando. Como si... le diera asco la idea.
Me detuve junto a una columna, justo al lado del jardín central, cuando lo vi.
Estaba en la fuente, con sus estúpidos audífonos colgando como de siempre, el cabello desordenado de forma perfectamente estudiada, hablando cómodamente con Lilith. Solo con ella. Mis otras "amigas" no estaban. Y eso, por alguna razón, me molestó más de lo que debería.
Cameron reía.
Sí, reía. ¿Desde cuándo el nerd antisocial sonreía así? ¿Y por qué con ella?
Una punzada de rabia me atravesó el estómago.
No había logrado hablar ni una sola vez con el estúpido nerd en todo el día. Ni un “hola”, ni un cruce de miradas, ni siquiera una indirecta casual. Nada. Y lo peor es que esa idea no me resultaba indiferente. De hecho, me molestaba. Mucho. Aunque claro, no era porque me importara o algo así… era solo que, ¿por qué era tan amable con todos menos conmigo? Eso era lo que me sacaba de quicio. Nada más. O eso me repetía.
No sé qué fue lo que se apretó en mi pecho, pero lo sentí. Como si algo invisible me empujara por dentro, impulsándome a actuar. Y por una vez, no lo pensé. No lo analicé. Solo lo hice.
Caminé firme, segura, con las uñas perfectamente pintadas acariciando el asa de mi bolso. Al llegar, empujé a Lilith sutilmente con el hombro, como si apenas la hubiera notado. Ella se giró para reclamar, pero ni la miré. Mi atención era completamente de él.
Cameron frunció el ceño, sorprendido por mi intromisión. Pero no tuvo tiempo de decir nada. Me empiné con elegancia, lo suficientemente cerca como para oler su loción —una mezcla de menta fresca y ámbar, dulce pero masculina—, y le di un beso rápido en la mejilla.
Su piel era suave. Como seda. Y ese segundo —ese mínimo segundo de contacto— Sentí cómo se tensaba. Como si su cuerpo entero no supiera qué demonios hacer con eso.
Me separé despacio, saboreando la reacción que sabía que estaba provocando. Entonces, incliné mi rostro y le susurré al oído, con la voz más melosa que pude reunir:
—Nos vemos en el Parque Valmont a las cinco.
Me giré sin esperar respuesta, dejando tras de mí la estela de mi perfume caro y el silencio incómodo de dos personas completamente descolocadas. Pero lo mejor de todo fue voltear apenas un segundo y ver la cara de Lilith. Esa mezcla de desconcierto y rabia contenida. Valió oro.
No sabía qué demonios iba a hacer en ese parque. Ni qué iba a decirle. Pero por ahora… me sentía satisfecha. Y eso era suficiente.
Llegué a casa arrastrando los pies, otra vez. Esta vez no por cansancio, sino por emoción contenida. Aunque no lo admitiera ni con una pistola en la cabeza, estaba ansiosa. Pero antes de subir a mi habitación, algo me llamó la atención.
Mi mamá estaba en la sala, rodeada de papeles. No cualquiera: eran documentos del trabajo, contratos, solicitudes, hojas con sellos. Tenía la cara fruncida, la mirada perdida y el ceño apretado como si cada línea que leía le arrancara un poco de aire.
Me acerqué y le di un beso rápido en la mejilla. Olía a su loción de lavanda, la de siempre. Ella parpadeó, sorprendida, y me sonrió con tristeza. En sus ojos había algo más... culpa.
—¿Estás bien? —le pregunté sin muchas vueltas.
Dudó un segundo antes de contestar, como si estuviera decidiendo si mentirme o no.
—Me despidieron hoy —soltó al fin, bajando la vista a los papeles como si pudieran tragársela—. Por una chica más joven… y bonita.
La miré con el ceño fruncido. Me arrodillé frente a ella y le tomé las manos.
—Mamá, no. Eres hermosa. Y lo sabes. Si no lo ven es porque están ciegos o... estúpidos. Mañana es sábado. Yo te acompaño a buscar algo mejor. Vas a ver que sí.
Me dedicó una sonrisa agradecida, aunque sus ojos seguían rotos. No insistí más. No quería que llorara. Así que me levanté y le di otro beso.
Y Subí a mi habitación como si el segundo piso fuera una pasarela. Mi mamá estaba triste, sí, pero yo tenía una cita con el destino. Bueno… más bien con un nerd que no podía sacarse de la cabeza mi beso en la mejilla. O eso quería creer.
Frente al espejo, suspiré. No podía presentarme como una cualquiera. Esto necesitaba estrategia, estilo y brillo.
Elegí un vestido rosa palo con vuelo ligero, de esos que se mueven con el viento como en los comerciales de perfume. Era corto, pero no vulgar. Las mangas cortas y abullonadas, un escote cuadrado y los botines blancos de tacón que amaba desde los trece —porque sí, los guardé como si fueran reliquias—. Me puse una chaqueta de mezclilla con perlas bordadas en los hombros y un bolsito mini con forma de corazón.
Gloss sabor a fresa, obvio. Unas ondas suaves en el pelo, rubio con brillo y peinado con pinzas doradas. Aretes pequeños en forma de cereza. Y perfume. Dos toques, uno en el cuello, otro en la muñeca. Era dulce, como algodón de azúcar con un fondo de vainilla cálida y caramelo. Literal, olía a un antojo. Perfecta. Radiante. Imposible de ignorar.
Me miré una última vez. Perfecta. Ahora solo faltaba el idiota al que quería deslumbrar.
Caminé hasta el Parque Valmont, que quedaba a unas cuadras. El sol ya no pegaba fuerte, y la brisa de las cinco era tan fresca que me sentí como si saliera en una película romántica. Justo la escena donde la protagonista se reencuentra con el tipo al que dijo que jamás miraría.
Y ahí estaba.
Vi a un pelinegro sentado en una de las bancas de hierro. El cabello un poco más desordenado que de costumbre, como si hubiera pasado la mano por él cien veces. Cameron Sun.