El corazón me va a cien.
Siento la adrenalina recorrer cada rincón de mi cuerpo, como si el mundo entero se detuviera por un instante.
El sudor se apodera de mi piel, provocándome un escalofrío de asco. La sola idea de que mi propio olor esté impregnando el aire de este lugar sagrado me revuelve el estómago. Soy Lorraine Evans, después de todo.
Trago saliva con fuerza sin perder la sonrisa. Siento el brazo de mi tío Joe empujarme suavemente hacia adelante. Pero algo está mal.
Frunzo el ceño al darme cuenta de que Pierce no está ahí. No me está esperando. La multitud murmura con desconcierto, y el sonido se expande como una onda hasta que se convierte en un zumbido insoportable. Una punzada de náuseas me revuelve las entrañas.
Mis mejillas arden mientras mis ojos recorren la sala con desesperación. Ni los decorados, ni los invitados, ni las mesas repletas de comida consiguen distraerme de la realidad que empieza a golpearme con fuerza: Pierce no está en su sitio.
Algo en mi interior me grita que corra. Tal vez un instinto de supervivencia, tal vez mi ángel de la guarda o esa voz que nos advierte de lo que nos negamos a ver cuando estamos enamoradas. Si le hubiera hecho caso, tal vez habría evitado la humillación más grande de mi vida.
Entonces, sucede.
Un grito.
Un golpe en la puerta.
Y ahí está Pierce, con la camisa desabrochada, los ojos vidriosos, el cabello revuelto… Y junto a él, Becky, mi secretaria, con una sonrisa triunfal.
El tiempo se congela. Mi mente se niega a aceptar lo que ve. No puede ser cierto. No aquí, no ahora. No él.
Becky me observa con superioridad y, con una mueca burlona, sentencia:
—Becky la gorda, uno. Rain la tonta rubia, cero.
Su voz se clava en mi pecho como un puñal.
El peso del mundo cae sobre mis hombros. Todo se vuelve borroso. Siento mi cuerpo desplomarse, y lo último que escucho es el grito de mi madre corriendo hacia mí.
¿Era ella la única a la que realmente le importaba?
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Editado: 01.03.2025