No te voy a permitir que derrames una jodida lágrima, Rain.
Esa era la frase que ansiaba escuchar de alguien. Pero nadie la dijo. Así que fui yo quien tuvo que hacerlo.
Fui yo quien tuvo que recoger mis pedazos. Yo, y nadie más.
Aunque, siendo sincera, siempre había sido así, desde que era pequeña…
Rain, no es tu momento.
 Rain, no seas egoísta.
 Rain, no seas mala.
 Rain, Rain…
Ser la niña débil es fácil.
 Todos te aman por ser tú.
Ser la mala de la historia no es algo que se escoge, es un equilibrio inevitable. Igual que para que haya ricos, debe haber pobres. Para que Becky “la gorda” fuera la protagonista, Rain “la zorra” debía existir.
Era el orden de los factores. Nada podía cambiarlo.
Y, aun así, dolía.
Dolía que nadie se hubiera molestado en acercarse. Otra vez.
Una vez más, la vida me recordaba el papel que debía desempeñar.
En todos los medios se habían hecho eco de la noticia. Todos sabían que la gran Rain Evans estaba destruida. La hija del legendario actor Abraham Evans. La sobrina del icónico diseñador de moda Joe Evans. Y claro, Becky era la heroína. La chica pobre con un destino brillante, la clásica historia de la cenicienta que el mundo ansiaba aplaudir.
Yo, en cambio, era la villana.
Pasé mi vida intentando mantener la reputación de mi familia intacta, sin rasguños. Y Pierce la destruyó en segundos.
Los periodistas estaban esperando una ocasión así para exhibir mis peores facetas. Becky me había apodado “la rubia tonta”, y eso era todo lo que el mundo veía. La abeja reina sin sentimientos, la imagen superficial de una vida de privilegios. Ninguno de ellos se molestó en ver la realidad: que yo era humana.
Que yo también había deseado ser amada.
Que había envidiado a Becky. No por Pierce, sino porque ella, desde siempre, había sido querida sin esfuerzo. Sin hacer nada. Solo existiendo.
Ahora estaba en un taxi rumbo al aeropuerto, con dos billetes a París y una sensación de asfixia que nada ni nadie podría quitarme.
Dejé una nota para mamá y mi tío Joe. En el fondo, ellos eran los únicos que sentían mi dolor como propio. Aunque, siendo realista, ambos sabían que esto iba a pasar. Incluso mi tío Joe tenía un cariño especial por Becky… ¿Y cómo no? La zorra rubia jamás triunfa. Lo hace la pobretona.
Sacudí la cabeza. No quería pensar.
Conté el dinero que llevaba encima, lo único que podía llamar mío, y lo extendí al taxista.
—Gracias, mucha suerte —dijo el anciano antes de seguir con su vida.
Asentí sin decir nada y me coloqué las gafas de sol. No importaba que estuviera lloviendo. No importaba nada.
Dentro del aeropuerto, busqué en los bolsillos de mi chaqueta los billetes. Eran los mismos que Pierce había comprado para nuestra luna de miel. Irónico. Especialmente después de recordar que Becky siempre había soñado con París… y que Pierce, poco después de oírlo, había elegido ese destino.
Fingí no darme cuenta en su momento. Se me daba bien hacerme la idiota si eso significaba que todo seguía funcionando. Que Pierce me siguiera “amando”, aunque todo fuera una mentira.
Respiré hondo y avancé hacia la zona de embarque.
Un alboroto llamó mi atención.
Un hombre discutía con los empleados de la aerolínea. Su voz, grave y tensa, sonaba desesperada. Se movía con impaciencia, empujando a quienes tenía cerca. No era precisamente pequeño, ni desagradable a la vista, pero algo en su actitud delataba que su mente estaba en otro lugar.
—¡Puedo pagar el triple, por favor! —gritó.
La gente lo rodeaba, curiosa, pero nadie intervenía.
Esa era una de las cosas que más odiaba de la gente.
 Nadie ayuda. Solo miran.
—Señor, lo sentimos mucho, pero no podemos hacer nada… —susurró uno de los empleados.
Entonces sus ojos se clavaron en los míos.
—Señorita Evans, ¿no espera a su pareja? —murmuró otro trabajador con una sonrisa maliciosa.
Ah, claro. Había visto las noticias.
Lo fulminé con la mirada.
—Por favor —susurró el hombre desesperado, caminando casi a la carrera hacia mí.
Fantástico. Incluso un extraño podía notar mi vulnerabilidad.
—Lo-lo siento —murmuré sin mirarlo.
—Por favor —repitió él, sin reservas.
Otra vez. Por segunda vez en un día, mi instinto me gritaba que actuara.
Sentí el calor en mis mejillas al notar a media sala esperando mi respuesta.
Inspiré hondo.
—Está bien.
Tomé aire y, sin pensarlo demasiado, solté:
—Él es mi pareja.
El hombre sonrió de inmediato, dejando ver una dentadura perfecta.
—Ese soy yo —dijo, divertido, siguiendo las indicaciones del personal.
Y así, sin planearlo, Rain la zorra tomaba el primer desvío inesperado de su historia.
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Editado: 01.03.2025