Quince noches en París

3. Sebastien Blanc

—Señorita —llamo con voz firme, intentando no sonar tan desesperada—. ¿Sebastien Blanc?

Silencio. Nadie responde. Nadie se gira. Nadie me presta la maldita atención.

Miro a mi alrededor, pero no hay señales de él. Lo repito en mi cabeza.

Sebastien Blanc…

Sebastien.

Blanc.

No le hace justicia.

Todo ese porte imponente, esa energía de tipo que tiene el mundo a sus pies, y se llama como una estudiante de Erasmus de clase media que busca habitación en Facebook.

Si lo hubiese conocido en otras circunstancias, probablemente me habría reído en su cara.

Pero en este preciso instante, lo único que quiero es encontrarlo.

La joven que pasaba de largo sigue caminando sin siquiera mirarme. Mis ojos se abren desmesuradamente.

¿Cómo se atreve a ignorarme?

¡A mí!

¡A la gran Rain Evans!

La misma que decidió largarse sin previo aviso, sin apoyo de nadie, sin dinero y sin un plan. La misma que ahora está varada en un país desconocido, sin amigos, sin refugio y con una maleta que parece pesar más que mis malas decisiones.

Bueno… tampoco la culpo.

Si fuera otra persona y me viera en esta situación, probablemente también pasaría de mí.

Porque, seamos sinceros: nunca fui de esas almas caritativas que se paran a ayudar a los demás. Nunca fui el tipo de persona que ve a alguien en apuros y siente la necesidad de intervenir.

Así que, supongo, esto es el karma pasándome la factura.

Y por si os lo preguntáis, os confirmo que cuando alguien te trata como si fueras un mendigo suplicando por pan en la calle, se siente como una jodida mierda.

Qué sorpresa.

Qué raro.

Lo realmente sorprendente aquí sería que algo en esta locura a la que me he sometido terminara bien.

Un grupo de niños choca contra mí con la fuerza de un tren en hora punta. Tropiezo ligeramente hacia atrás y me tambaleo.

—¡Joder! —murmuro, frotándome el brazo.

Los veo alejarse entre la multitud como pequeños demonios con energía inagotable.

Sus risas se pierden en el bullicio de la ciudad.

Pero hay algo que no encaja.

Un segundo después, una sensación me recorre la espalda.

Algo falta.

Voy más ligera.

Demasiado ligera.

Mis manos van directo a mis bolsillos.

Nada.

Nada.

Mis ojos se desorbitan. Mi respiración se corta.

No.

No, no, no.

Mis dedos palpan el interior de mis bolsillos frenéticamente, como si de repente pudiera hacer aparecer lo que ya no está.

Pero no hay nada.

Los billetes, el dinero que tenía guardado, mi única esperanza de supervivencia… todo ha desaparecido.

Miro a mi alrededor con desesperación, buscando una señal, una pista, una pequeña esperanza de que tal vez, solo tal vez, me lo haya imaginado.

Pero entonces los veo.

Los niños.

Corren entre la multitud, con pasos ágiles y precisos, como si lo hubiesen hecho mil veces antes.

Los muy cabrones me han robado.

No me lo pienso dos veces antes de salir corriendo tras ellos.

Empujo a la gente, esquivo cuerpos, salto entre los espacios vacíos en la acera como si mi vida dependiera de ello.

Y, de alguna forma, depende de ello.

Ellos, en cambio, parecen disfrutarlo. Se mueven con rapidez, con esa ligereza que solo tienen los que están acostumbrados a huir.

Los sigo hasta un callejón angosto, oscuro y con un olor a humedad que no augura nada bueno.

Y entonces los veo desaparecer dentro de un edificio viejo.

El lugar es enorme, imponente en su diseño original, pero descuidado. Abandonado.

Las ventanas están sucias. La pintura descascarada.

Y lo peor de todo…

No tengo alternativa.

Tomo aire y entro sin pensarlo.

—¡Un ladró-n! —grito con fuerza nada más cruzar la puerta.

Pero en lugar de los niños, me encuentro con otra presencia inesperada.

Un anciano malhumorado me observa desde el mostrador.

Se toma su tiempo para mirarme de pies a cabeza, y luego sonríe.

Pero no una sonrisa amable.

No.

Es una sonrisa cargada de sarcasmo.

—Bienvenida al hostal.

Parpadeo, confundida.

—No… —hago una pausa, intentando procesar la situación—. No soy una clienta. Aquí ha entrado un ladrón. Varios, de hecho.

Escaneo la habitación con la mirada.

Nada.

Los niños se han esfumado.

El anciano suspira.

—Lo sé, hija. Hay muchos ladrones hoy en día. De hecho, uno quiere cerrarme el hostal.

Frunzo el ceño.

—¿Perdón?

—¿Puedo ayudarte en algo? —pregunta con la misma sonrisa.

Resoplo, perdiendo la paciencia.

—Busco a Sebastien Blanc.

El rostro del anciano cambia.

No solo cambia.

Se congela.

Sus músculos se tensan. Su expresión pasa por una serie de emociones difíciles de descifrar.

—¡Que sepan los ladrones que no tengo nada de valor! ¡Nunca me han gustado los niños! —añado en voz alta, esperando que los pequeños bastardos me escuchen.

—¿Sebastien Blanc? —repite el anciano, casi en un susurro.

—Sí. ¿Lo conoce?

Antes de que pueda responder, una voz grave se escucha detrás de mí.

—Ni te atrevas a continuar, Jean.

Me volteo.

Y ahí está.

Sebastien Blanc.

Alto, imponente, con una mirada intensa que me deja clavada en el sitio.

Por primera vez en todo el día, siento que tengo una oportunidad de sobrevivir estos quince días.

La única posibilidad de volver como la reina que soy.

La única forma de demostrarle al mundo que Rain Evans puede irse a donde quiera sin depender de nadie.

Pero entonces Jean rompe el momento.

—Es un idiota estirado —murmura.

—Gracias por la advertencia —respondo con sarcasmo—. Justo de ese tipo de personas estoy escapando.




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