Quince noches en París

4. Genial

El móvil vibró sobre la mesilla dos segundos antes de que la voz de mi suegra llenara el silencio, como un cuchillo afilado que rasga la tranquilidad. Sabía que no debía contestar, pero ignorarla solo significaría una avalancha de llamadas aún mayor.

Deslicé el dedo por la pantalla con resignación.

—Sebastien… —dijo con un tono que pretendía ser sereno, pero en el fondo llevaba la carga de una tormenta inminente—. Estoy de parto.

Me congelé.

El tiempo pareció detenerse, como si el mundo entero se hubiera puesto en pausa. Mis pulmones se olvidaron de respirar.

¿Había escuchado bien?

¿Anaïs estaba de parto?

Un segundo después, mi cerebro procesó la información, y mi cuerpo reaccionó antes de que pudiera pensarlo.

—¡¿Qué!? —exclamé, incorporándome de un salto y echando a correr sin rumbo dentro de la habitación.

La sangre rugía en mis oídos.

—Lo que has oído. Te esperamos en casa —afirmó con calma, como si no acabara de soltar la mayor bomba de mi vida.

Pero yo ya no estaba escuchando. Mi mente había entrado en modo automático.

Fui hasta la ventana y miré la ciudad con el corazón palpitando en mi pecho. París me parecía, de repente, la cárcel más grande del mundo. Tenía que salir de aquí. Ahora.

El aire me quemaba los pulmones mientras rebuscaba en los bolsillos, buscando el móvil del chofer. Nada. Ni una maldita señal de él.

No importaba.

Corrí escaleras abajo, casi tropezando en el camino. No tenía tiempo de ducharme, de cambiarme, ni siquiera de pensar. Solo había una cosa en mi cabeza: llegar.

No importaba cuánto costara. No importaba si tenía que vender mi alma para conseguirlo.

Tenía que estar en París antes de que ese niño naciera.

Cuando llegué al apartamento, no sabía exactamente qué esperaba encontrar. ¿Anaïs retorciéndose de dolor? ¿Gritos? ¿Médicos corriendo de un lado a otro?

Lo que no esperaba, en absoluto, era esto.

Anaïs estaba allí, de pie, con una sonrisa radiante, sosteniendo su barriga con ambas manos.

—¡Sebastien! —chilló con emoción antes de lanzarse a mis brazos.

Mi cuerpo se tensó en cuanto sentí su abrazo.

No.

No podía ser.

—Creí que estabas de parto —susurré con frialdad, sintiendo la rabia trepar por mi columna como una serpiente venenosa.

Ella dejó de sonreír.

—Falsa alarma —musitó, pero su tono de voz la delató.

La miré, incrédulo.

Otra vez.

Era la décima vez en lo que llevábamos de mes.

Si hubiera sido la primera, incluso la segunda, podría haberlo entendido. Pero esto… esto era otra cosa.

—Sabes que tenía una reunión importante —murmuré, clavando los ojos en los suyos, esperando una explicación que no llegaría.

Ella me sonrió con inocencia.

—No hay nada más importante que la familia.

Rodé los ojos, sintiendo la tensión acumulada en cada músculo de mi cuerpo.

Mi móvil vibró en mi bolsillo, sacándome de mis pensamientos.

Brandon.

Mierda.

No me hacía falta leer los mensajes para saber que estaba furioso.

Respiré hondo antes de contestar.

—Hola —susurré, alejándome de Anaïs.

—¿Hola? —escupió él con el tono de quien está a punto de asesinarte.

Me pasé la mano por la cara, agotado.

—¡Bonjour! —exclamé con fingido entusiasmo.

—¿Dónde demonios estás?

Cerré los ojos, sintiendo la culpa clavarse en mi pecho.

—En París. Anaïs creyó haber roto aguas.

Un pesado silencio se formó al otro lado de la línea.

—¿Otra vez?

—Sí.

Brandon dejó escapar una carcajada amarga.

—Está bien. No te preocupes. Pero dime, ¿qué harás con Chez Jean? Ahora que estás ahí…

Fruncí el ceño.

—Ese hostal va a formar parte de mi cadena de hoteles. Es un cuchitril.

—Era el favorito de tus padres.

Me tensé.

—No te atrevas a mencionarlo.

Brandon suspiró con cansancio.

—Jean te conoce desde que te comías los mocos. Y ahora vas a echarlo de su hogar.

—¿Desde cuándo eres la Madre Teresa de Calcuta?

—Desde que soy Brandon LeCroix, el tipo que te está cubriendo en una negociación que nos hará de oro. Así que sí, tal vez ahora sea un poco caritativo.

Rodé los ojos.

—Gracias por salvarme el culo. Otra vez.

Brandon se rió con burla antes de colgar.

Suspiré y dejé caer la cabeza hacia atrás.

Mi mente, inevitablemente, volvió a la pelirroja.

Rain Evans.

No parecía francesa. No parecía siquiera una turista normal.

Su forma de hablar, de moverse… me recordaba a alguien que había aprendido a pelear por su vida.

Y lo peor era que, sin darme cuenta, había sido lo suficientemente idiota como para darle una tarjeta con información… pero no mi número de teléfono.

¿Por qué demonios había hecho eso?

Me forcé a pensar en algo racional. En que solo era una deuda pendiente.

Un Blanc nunca está en deuda con nadie.

Ese era el único motivo por el que la recordaba, ¿verdad?

Porque ahora le debía algo.

Nada más.

Con un suspiro, me pasé la mano por el pelo y salí del apartamento.

Tenía que lidiar con Jean.

Ese grano en el culo que el destino se había molestado en dejarme.




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