Raabta

Capítulo 1

UMUTLA

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     Desde las ventanas se lograba observar cómo los rayos de luz iluminaban las sencillas pero nobles casas del barrio de Umutla. Los estrechos y descuidados callejones comenzaban a verse con más claridad, y a medida que el tiempo pasaba podía sentirse el movimiento de las personas, saliendo de sus hogares para hacer vida adentro y fuera del barrio.

Los estrechos y descuidados callejones comenzaban a verse con más claridad, y a medida que el tiempo pasaba podía sentirse el movimiento de las personas, saliendo de sus hogares para hacer vida adentro y fuera del barrio

     En la casa número 32, vivía Mert Arslan, quien había crecido en este pequeño y aislado barrio de Estambul. Era el mismo lugar donde vivieron sus padres antes de fallecer cuando apenas tenía doce años; solo que, desde aquel accidente, muchas cosas se habían tornado difíciles para él. Sin embargo, tales dificultades habían forjado su carácter.

     Como todos los días, se preparaba para salir a trabajar en su taller, un local de reparación de autos que le había comprado al maestro Hakan, cuando este decidió retirarse del negocio.

     Mert lo remodeló y lo mejoró visiblemente. Para él, fue una gran oportunidad y un logro por el que había trabajado muy duro. Su pasión por los autos era lo único que no había cambiado desde su infancia, y si algo todavía le apasionaba en este mundo era saber de ello.  

     Después de la escuela pasó todas las tardes en el viejo taller viendo y aprendiendo el oficio, así, pasó de ser un pequeño espectador a ser el dueño. 

     Tuvo muchos trabajos remotos durante su infancia: llevó pedidos, vendió lápices, chicles y cualquier cosa con la que pudiera generar ingresos por su propia cuenta, demostrándole a todos aquel espíritu independiente. Ahora que tenía veinticinco años, una vida propia y un trabajo estable, parecía más tranquilo.

—Mert, hijo. ¿Cómo has estado? —preguntó una de las vecinas que se encontraba barriendo la calle, apenas vio a Mert salir de su casa.

—Buenos días. Muy bien, gracias.

-¡Te ves muy guapo!

—¡Gracias! —simuló una sonrisa.

     Nunca se permitió ser ayudado por los vecinos, porque de cierta forma, aquel apoyo siempre venía acompañado con miradas de pena por su situación, hecho que lo hizo endurecerse un poco.

—¡Mert! —gritó otra mujer desde su ventana.

—¡Buenos días! —se giró hacía ella esperando su respuesta.

—¿No te apetece tomarte una taza de té conmigo?

—Quizás en otro momento, mamá Samira—replicó mientras rascaba su cabeza—. Tengo que trabajar.

—¡Esperaré ese momento! —sonrió con esperanza—. ¡Que Dios te bendiga!

     La casa de al frente, era el hogar de Samira, Una mujer de unos setenta años que siempre trató a Mert como a un hijo verdadero, sin importar que él no quisiera su compañía o negara su ayuda. Lo había ayudado a terminar el colegio y, después de la muerte de sus padres, ella protegió la casa de Mert de la ambición de su tío. 

     También le cocinaba casi todos los días y le dejaba la comida en los escalones de su puerta, porque sabía que, si intentaba dársela personalmente, no iba a recibirla o iba a sentirse apenado por ello; los envases de comida que le dejaba siempre iban acompañados de algún libro inspirador o alguna nota de apoyo y admiración hacia él, y aunque en el fondo Mert la quería mucho y disfrutaba leer sus notas y los libros que le dejaba, nunca se lo había dicho.

     Después de una caminata de diez minutos, de muchos saludos mañaneros, y bendiciones de cada persona mayor que lo veía, llegó al taller.

—¡Hoy llegas tarde! —replicó un chico pelinegro, alto y apuesto, que lo esperaba recostado en el portón, mientras tarareaba una canción.

—Me quedé dormido. —informó y abrió el portón del taller.

     A pesar de su reservada personalidad, había logrado crear una cercanía con Onur, un chico bastante sociable, que se había mudado a inicios del año al vecindario y que con mucha persistencia había convencido a Mert de darle empleo en el taller. Aunque se arrepentía, cuando Onur se ponía extremadamente conversador.

     Aquella mañana del viernes se había pasado muy rápido. Los muchachos se habían pasado toda la mañana arreglando el motor de un automóvil, hasta que empezaron a sentir hambre, y al mirar el reloj se percataron que ya eran las doce y media de la tarde. Sin pensarlo mucho, ordenaron dos sándwiches y dos tazas de té para acompañar la comida de la pequeña panadería que hacía frente con su taller.

—¿Cómo está el trabajo, Mert? —Inquirió el panadero, mientras ponía la comida frente a él




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