Capítulo uno
Trono de Hierro
El amanecer sobre Occidia no traía calor, sino un filo metálico.
El sol, apenas un disco herido, se alzaba entre nubes color ceniza. Las torres del palacio parecían lanzas clavadas contra el cielo; cada piedra exhalaba el recuerdo del invierno.
Ragnar Stormheart caminaba entre los corredores aún vacíos. Su capa, oscura como la noche sin luna, rozaba el suelo de mármol con un sonido seco. No llevaba escolta; no la necesitaba. Los hombres lo seguían sin que lo ordenara. Los temores, decía él, eran más leales que cualquier guardia.
Los sirvientes se apartaban a su paso, algunos inclinaban la cabeza, otros fingían no verlo.
El nombre del rey se pronunciaba en voz baja, como si el aire mismo temiera recordarle que aún respiraba.
Dicen que mató a su hermano mayor, murmuraban en las cocinas.
Dicen que sus padres ardieron en su propio salón y que él no lloró.
Dicen que los dioses lo maldijeron para que reinara solo, y que la soledad fue su corona.
Ragnar no negaba los rumores.
Tampoco los confirmaba
La verdad, pensaba, no cambia el peso del hierro.
Entró en la sala del trono, el lugar era vasto, pero vacío. Las antorchas parpadeaban con luz enferma, en el centro, sobre un pedestal de piedra oscura, se alzaba el Trono del Hierro Marchito, forjado con los restos de mil espadas rotas.
El metal estaba oxidado, como si recordara cada muerte que lo había formado.
El rey se sentó y apoyó los codos en las rodillas.
Sus manos, cubiertas de cicatrices, se entrelazaron.
Frente a él, el salón resonaba con un silencio demasiado grande.
Cerró los ojos un instante. En su mente, el silencio tenía un sonido distinto: el rumor de una voz que ya no existía.
» “No todos los reyes nacen de la corona. Algunos la arrancan con las manos ensangrentadas.”
Era la voz de su madre, antes del fuego.
Un golpeteo interrumpió el recuerdo. Un consejero se acercó, doblando el cuerpo en una reverencia exagerada. Era Maeron, su hombre más antiguo, de cabello gris y rostro afilado como cuchilla.
—Mi señor —dijo con cautela—. Los emisarios de Gaia llegarán antes del mediodía.
Ragnar levantó la mirada. Sus ojos eran de un azul glacial, el tipo de color que el mar adopta justo antes de congelarse.
—¿Y debo fingir alegría por eso? —respondió.
Maeron tragó saliva.
—Es una alianza necesaria, alteza. El norte se agita, y los druidas del oeste no atenderán nuestras súplicas si Gaia se declara enemiga.
El rey se levantó. Su sombra cubrió la mitad del salón.
—No me interesan las súplicas, Maeron. —Caminó hacia las ventanas altas, donde el cielo se teñía de un gris casi violeta.— Solo me interesa que nadie crea que Occidia sangra.
—Gaia no es un enemigo cualquiera, mi señor. La princesa Callisto es su voz, y dicen que los árboles la obedecen.
Ragnar soltó una carcajada breve, sin humor.
—Los árboles. —Sus labios formaron una mueca.— Yo tengo acero.
El consejero se inclinó.
—Y sin embargo, el acero se oxida, alteza.
Ragnar no respondió. Miró el horizonte. Allí, más allá del valle, podía verse el polvo del camino que traería a los embajadores de Gaia.
El viento del sur movía su capa, y durante un segundo, creyó oír un murmullo en la brisa. Como un suspiro. Como si la tierra misma hablara su nombre.
El rey se apartó del ventanal.
—Prepara la sala del consejo —ordenó.— Si los hijos de Gaia vienen a hablar de paz, les daré silencio. Es lo único que este reino sabe ofrecer sin fingir.
La sala del consejo olía a hierro, vino y humedad.
En las paredes, estandartes viejos colgaban sin fuerza, y un mapa agrietado de los continentes aún unidos descansaba sobre la mesa.
El símbolo de Occidia —un cuervo de alas extendidas sobre un sol roto— estaba grabado en el centro.
Los generales entraron uno a uno, armados incluso en tiempo de tregua.
Ragnar los observó con una calma que parecía amenaza.
—¿Qué dicen los exploradores? —preguntó.
—Que los bosques de Gaia se extienden más cada año —respondió uno de ellos.— Sus raíces devoran la frontera norte.
Ragnar sonrió, apenas.
—Entonces dejemos que coman. Cuando se atraganten con piedra, recordarán quién domina la tierra y el hierro.
Las risas fueron breves, incómodas, nadie sabía cuándo el rey hablaba en serio.
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A media tarde, las trompetas sonaron. Desde las torres más altas, las campanas anunciaron la llegada de los invitados. El aire cambió; la tensión, invisible pero densa, se deslizó entre las columnas del palacio.
Ragnar bajó los escalones del trono con paso lento.
—Que vengan —dijo.— Veamos qué rostro tiene la paz cuando viene disfrazada de flores.
El cortejo de Gaia llegó con el sonido de los cuernos de viento.
Desde la muralla norte, se vio primero una línea verde avanzando por el camino: estandartes bordados con hojas doradas, carruajes cubiertos de flores secas que no morían, y caballos de pelaje tan claro que parecían hechos de luz.
Occidia los observaba desde las torres, en silencio.
El pueblo, acostumbrado a los grises y al hierro, miraba aquellos colores con recelo, como si fueran una amenaza disfrazada de belleza.
En el salón principal, Ragnar aguardaba de pie frente al trono, con la espalda recta y los dedos apoyados sobre el pomo de su espada, no parecía un hombre: parecía una sombra tallada en acero. La luz de las antorchas jugaba con su cabello negro y su mirada gris azulada, fría como el filo de un cuchillo recién templado.
Las puertas se abrieron, entraron los emisarios de Gaia: druidas con túnicas color musgo, escoltas con armaduras vivas que respiraban lentamente, cubiertas de líquenes. Y detrás de todos ellos, avanzando con calma, la hija menor de los reyes de Gaia; la princesa Callisto Thalassos.
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Editado: 04.11.2025