Raíces de Hierro

Capítulo dos

Capítulo dos

Regreso de la maldición

El amanecer llegó pálido y sin canto, en Occidia, ni los pájaros se atrevían a romper el silencio, el viento corría entre las torres del castillo, arrastrando el eco de los cuervos que anidaban en las almenas.

Desde la ventana de su estancia, Callisto Thalassos observaba el horizonte gris, el aire olía a hierro y ceniza; incluso la luz parecía filtrarse con dificultad.

Gaia quedaba muy lejos, pero en su mente todavía oía el susurro de los árboles de su hogar, los cantos suaves de los arroyos, el latido vivo de la tierra. Este iba a ser su nuevo hogar y no podía dejar de pensar en que todo era lo contrario a lo que conocía.

Aquí, la tierra dormía o tal vez estaba muerta.

El cuarto era amplio, aunque sin adornos, las paredes de este lugar eran de piedra negra, reflejaban el fuego de la chimenea en destellos rojos y fríos.

Sobre la mesa de noche al lado de su cama descansaban los pergaminos del tratado que debía firmarse en los próximos días; la alianza del hierro y la raíz, lo llamaban los emisarios.

Para ella, sonaba más a jaula.

Suspiró. Las flores que había traído desde Gaia —un pequeño ramillete de lirios azules— se marchitaban sobre el alféizar, habían durado menos de una noche.

—No pertenecen aquí —susurró.

Las tomó entre los dedos, y al hacerlo, una chispa de verde recorrió sus manos. Por un instante, los pétalos recuperaron color, pero solo por un segundo, el frío de Occidia las venció de nuevo.

Detrás de ella, una voz interrumpió el silencio.

—Los lirios no sobreviven lejos de su raíz.

Callisto se volvió, era Maeron, el consejero del rey, su figura alta y encorvada se apoyaba en un bastón de metal.

—En Occidia, las cosas crecen si el hierro lo permite. —Su voz era seca, sin malicia, pero tampoco calidez.

—¿Y si el hierro no quiere permitirlo? —preguntó ella.

—Entonces uno aprende a ser hierro —respondió él.

Callisto esbozó una sonrisa triste.

—Me temo que no nací para eso.

Maeron la observó un momento, en sus ojos viejos se mezclaba la prudencia con algo parecido a la pena.

—El rey no acostumbra a tener invitados, menos aún, princesas. Te advierto: Occidia devora lo que no entiende.

—Entonces que me entienda —replicó ella con firmeza.— No vine a rendirme.

Maeron bajó la mirada.

—Quizá eso sea lo que más teme.

La princesa volvió a mirar por la ventana; el cielo se teñía de un azul grisáceo, sin vida, a lo lejos, el río helado brillaba como una herida abierta.

—Dices que su rey teme —murmuró—. Pero yo lo vi anoche, y no me pareció un hombre que conozca el miedo.

Maeron suspiró.

—Nadie conoce tanto el miedo como aquel que aprendió a esconderlo.

━✧♛✧━

El día avanzó con lentitud, en los patios del castillo, los soldados entrenaban entre la escarcha.

Callisto cruzó los pasillos de piedra, observando los estandartes del cuervo negro, cada rincón del palacio parecía construido para recordar la fuerza… y para ocultar el dolor.

Los sirvientes apenas la miraban. Algunos murmuraban “la bruja verde” cuando creían que no oía.

Llegó al jardín interior, si podía llamarse jardín, eran ruinas: tierra endurecida, fuentes secas, raíces petrificadas. Solo quedaba un árbol en pie, delgado y retorcido, con ramas desnudas, aun así, se acercó.

Apoyó la mano sobre el tronco. Frío. Muerto. Cerró los ojos y dejó que su respiración se mezclara con el silencio, sintió el pulso débil de la tierra, muy hondo, casi extinguido era como una voz antigua pidiendo ser escuchada.

Entonces, sin proponérselo, murmuró una frase en la lengua druídica: “Despierta, aunque el invierno te reclame.”

Un leve temblor recorrió el suelo, las ramas del árbol crujieron, apenas perceptibles, una hoja verde, pequeña y solitaria, brotó en una de las ramas.

Callisto sonrió, sorprendida. Pero al instante oyó pasos tras ella lo que hizo que girara para mirar a. Ragnar, quien estaba en la entrada del jardín, observándola también.

Su capa negra se movía con el viento, y sus ojos, entre grises y azules, reflejaban la luz de esa única hoja verde.

—¿Jugáis con la tierra? —preguntó él, cruzando los brazos. burlón.

—No se juega con lo que se ama —respondió ella.

Ragnar caminó hacia ella, lento.

—Occidia no ama. No a la tierra, ni al hierro, ni a nadie.

—Entonces tal vez por eso está muriendo —dijo Callisto sin retroceder.— Porque olvidó cómo hacerlo.

Ragnar la miró fijamente. El silencio entre ambos era distinto al de la noche anterior; menos hostil, más… curioso. Como si algo invisible los obligara a escucharse.

—No podéis cambiar este reino, princesa —dijo él con voz grave.— Nadie lo ha hecho.

—Tal vez nadie lo ha intentado de verdad —respondió ella.— Hasta ahora.

El viento sopló con fuerza, levantando hojas muertas que giraron a su alrededor como una danza. Y por un instante, Ragnar creyó oír el sonido de un corazón latiendo bajo el suelo.

La noche cayó otra vez sin estrellas, en Occidia, el cielo nunca brillaba del todo pero esta noche el cielo parecía cubierto por una capa de ceniza que ni el viento podía barrer.

Callisto se recostó sobre el lecho de piedra cubierto por mantas gruesas, el silencio del castillo era tan denso que podía oír su propia respiración, había intentado dormir durante horas, pero el sueño se resistía. Algo la inquietaba.

Recordaba los ojos del rey —esa mezcla de acero y tormenta—, la manera en que la observó en el jardín, como si viera algo que no quería aceptar.

Y luego, la hoja verde que había nacido del árbol muerto… una simple hoja, pero era vida, era esperanza y sin embargo, le había temblado el pulso al verla.

Cerró los ojos por un instante aunque el cansancio la venció al final. Soñó, pero no era un sueño cualquiera; todo era fuego.




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