Capítulo tres
Cadena disfrazada
El amanecer llegó envuelto en niebla. Occidia despertaba lenta, pesada, como si cada día fuera una batalla más por ganar.
En la torre norte, el aire aún guardaba el eco de la noche anterior: el olor metálico de la sangre, el leve perfume de tierra húmeda.
Ragnar Stormheart no había dormido, sus manos aún recordaban el calor de las de ella. El hierro, que siempre había sido su única compañía, ahora parecía arderle en la piel.
Desde su ventana, observaba el patio de entrenamiento, los soldados ya estaban alineados, el sonido del acero resonando en el aire frío, pero nada de eso lo distraía, su mente seguía en aquella mirada: verde, firme, incomprensiblemente viva.
“¿Qué eres?” había preguntado. Y lo peor era que todavía no sabía si temer la respuesta… o desearla.
Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos. Era Maeron.
—Majestad —dijo con su tono grave y cansado—. La princesa solicita audiencia.
Ragnar alzó una ceja.
—¿A esta hora?
—Dice que es un asunto urgente.
Ragnar exhaló despacio y exasperado a la vez.
—Déjala pasar.
A los minutos Callisto entró al salón con paso decidido, vestía un manto verde oscuro, el color de los bosques de Gaia, que contrastaba con la piedra negra del lugar. Su mirada era fría, pero su respiración temblaba.
—Majestad —dijo, inclinándose apenas.— No vengo como emisaria, sino como una persona que busca respuestas.
Ragnar sonrió, apenas un gesto en la comisura de los labios.
—Eso suele ser peligroso en este reino.
—Entonces tenéis un reino de cobardes.
El silencio cayó, solo el sonido del fuego en la chimenea llenaba el vacío. Ragnar se acercó lentamente, cada paso marcando un pulso entre ambos.
—Anoche jugasteis con fuerzas que no comprendias —dijo.— La maldición no es un mito. Lo que viste… no debería haber sido posible.
—Y sin embargo, ocurrió —replicó ella.— Si el hierro les consume, es porque no habéis permitido que algo crezca a su alrededor.
Ragnar la observó con una mezcla de rabia y fascinación. Su tono, su manera de desafiarlo… nadie hablaba así en Occidia. Nadie se atrevía y no los podía culpar después de todo lo que se rumoreaba de él.
—No sabes de lo que hablas —dijo entre dientes.— El hierro me protege.
—El hierro los encierra —corrigió ella.
Sus miradas se encontraron, era un choque invisible, de voluntades y heridas. El aire se volvió denso, como antes de una tormenta.
Callisto dio un paso más cerca, tan cerca que pudo ver el pulso en su cuello, la tensión contenida en su mandíbula.
—Dicen que estás maldito. Yo creo que estás asustado.
Ragnar apretó los puños.
—No temas por mí, princesa.
—No temo por ti —susurró ella.— Temo por el reino que dirige un hombre que dejó de sentir, el cual en unas semanas voy a regir también.
El golpe fue certero; no físico, sino más profundo. Ragnar bajó la mirada solo un instante, lo suficiente para que ella supiera que había acertado.
—Les gusta provocar —dijo al fin, con una sonrisa sin alegría.— ¿O acaso esto forma parte de nuestra misión diplomática?
—Si lo fuera —respondió ella—, diría que está funcionando.
Ragnar soltó una carcajada breve, seca, pero real. Por primera vez, algo humano se dibujó en su rostro.
—Tienes el don de convertir cada palabra en una espada, princesa.
—Y usted el de confundir cada espada con una amenaza —replicó ella.
Maeron, que había permanecido en silencio, se aclaró la garganta.
—Sí alteza ha terminado de medir voluntades… hay asuntos del tratado que deben discutirse.
Ragnar se giró hacia él, aún con la mirada fija en Callisto.
—Pospónlos. El hierro necesita tiempo para enfriarse.
Callisto sonrió apenas, un gesto leve, casi imperceptible. Salió del salón sin inclinar la cabeza.
Cuando la puerta se cerró, Ragnar se dejó caer en su trono, pasó una mano por el cabello, exhalando.
—¿Qué demonios hago, Maeron?
El consejero lo observó en silencio unos segundos.
—Lo mismo que hace ella, mi rey. Intentar no sentirse solo.
Ragnar alzó la vista, sorprendido por la audacia de la frase. Maeron se inclinó levemente.
—Aunque claro —añadió—, algunos intentos son más peligrosos que otros.
Esa noche, Callisto regresó al jardín, el árbol que había tocado seguía vivo y donde antes había una sola hoja, ahora había tres.
Se arrodilló junto al tronco, sus dedos rozaron la corteza.
—Él no lo sabe aún… pero el hierro también puede florecer —susurró.
El viento respondió con un murmullo leve, casi una risa, en el cielo, los cuervos giraban sobre el castillo. Y aunque nadie más lo oyó, una voz —profunda y rota— pareció hablarle desde lejos: “Si florezco, princesa, ¿qué quedará de mí?”
Callisto abrió los ojos, no había nadie solo el eco del hierro respirando bajo la tierra.
Durante los días siguientes, el castillo de Occidia se transformó en una prisión dorada. Los ecos de la cena, del jardín y de la noche en la torre aún recorrían los pasillos, susurrados entre sirvientes y soldados.
“La princesa verde ha domado al hierro.” “El rey la teme.” “O la desea.”
Callisto caminaba con la cabeza en alto, ignorando las miradas, sabía que aquel reino no entendía la suavidad, pero tampoco podía ofrecerles su rendición.
Cada gesto suyo —cada palabra— debía ser una raíz que resistiera el invierno.
En las mañanas, asistía a los consejos y en las tardes, observaba los entrenamientos del ejército desde las terrazas. Y, en cada encuentro, Ragnar estaba allí.
A veces la miraba. A veces fingía que no. Pero siempre parecía… sentirla.
Esa mañana, la reunión fue especialmente tensa, el Consejo de Occidia quería exigir tributos a Gaia como parte de la alianza.
Callisto, indignada, se levantó antes de que Maeron terminara de hablar.
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Editado: 04.11.2025