Capítulo cuatro
Monstruo de hierro
La noche no terminó para ninguno de los dos. Ragnar permaneció en la biblioteca mucho después de que Callisto se marchara, el fuego había muerto, pero el calor persistía, como si algo en la piedra recordara su presencia.
“El hierro no respondió”, pensó. Nunca había ocurrido.
Su maldición —ese lazo antiguo que lo mantenía vivo y solo— se alimentaba de la fuerza del metal. Pero ahora, después del toque de ella, algo había cambiado; el hierro… lo había ignorado.
Callisto no podía dormir, desde que había llegada casi nunca podía hacerlo, había intentado calmar su mente con infusiones de hierbas de Gaia, pero nada la silenciaba. El aire estaba demasiado denso, demasiado lleno de algo que no sabía nombrar.
Se sentó en el alféizar de la ventana, mirando hacia los patios silenciosos, el cielo estaba cubierto de nubes, pero una ráfaga de luz cruzó el horizonte: no era un relámpago, sino una línea dorada, como una grieta en el mundo.
Entonces lo sintió; un latido que no era el suyo. Fuerte. Constante. Como un tambor que resonaba desde las profundidades del castillo.
Callisto cerró los ojos, y el mundo se disolvió.
Estaba de pie en un campo de hierro ennegrecido, donde el cielo ardía con tonos rojos y violetas.
A lo lejos, una figura se alzaba entre la niebla: Ragnar, cubierto de sangre, solo.
A su alrededor, los cuerpos de su ejército formaban un círculo perfecto, como si la muerte misma lo obedeciera.
Callisto quiso gritar, pero su voz no salió.
El suelo se quebró bajo sus pies, y del abismo surgió un árbol, sus raíces eran de fuego, sus ramas, de sombra y en su centro, algo brillaba: una flor de cristal verde.
Una voz habló, profunda, imposible de ubicar: “Dos destinos cruzan su filo. Uno florecerá… el otro sangrará.”
Callisto extendió la mano hacia la flor y cuando sus dedos la tocaron, el mundo se partió en dos.
Despertó jadeando.
El amanecer apenas asomaba tras las montañas, tenía las manos cubiertas de ceniza, y una línea roja marcaba su muñeca, como una herida invisible.
—El hierro… —susurró— está despierto.
Un golpe suave la sacó de su trance, era su doncella, una joven llamada Lyra, que la observó con preocupación.
—Mi señora, el Consejo le espera. El rey ha convocado una reunión de urgencia.
Callisto asintió, aún aturdida.
—¿El rey? ¿Tan temprano?
—Dicen que no ha dormido —respondió Lyra en voz baja.— Algunos guardias lo oyeron vagar por los pasillos. Decían que hablaba solo.
Callisto cerró los ojos, sabía que no era del todo cierto. Ragnar no hablaba solo, el hierro lo hacía.
El Consejo se reunió en la gran sala del trono, el aire estaba cargado de tensión. Ragnar se encontraba de pie junto al mapa del continente, con la mirada fija en un punto invisible.
Su expresión era dura, pero sus ojos tenían algo nuevo… algo inquieto.
—La frontera norte está agrietándose —dijo sin preámbulo.— El hierro de las minas ya no resiste como antes. Algo lo corroe.
Maeron frunció el ceño.
—¿Un sabotaje?
—No —respondió Ragnar.— Algo… más antiguo.
Callisto lo observaba en silencio, sentada al final de la mesa.
Podía sentir el mismo pulso que había sentido en su sueño, vibrando bajo el suelo, como si el castillo entero respirara.
—Majestad —dijo ella por fin.— ¿Y si no es una amenaza? ¿Y si el hierro simplemente… está despertando?
Ragnar giró hacia ella, y por un momento, el tiempo pareció detenerse.
—¿Qué sabéis tú de eso?
Callisto sostuvo su mirada.
—Solo lo que siento.
El Consejo empezó a murmurar. Ragnar dio un paso hacia ella, su voz más baja.
—¿Soñaste?
Callisto no respondió, solo inclinó la cabeza ligeramente.
Él respiró hondo, cerrando los ojos un instante.
—Entonces estamos viendo lo mismo.
Un silencio helado recorrió la sala, Callisto lo miró fijamente.
—¿Lo mismo?
—Un árbol —dijo él.— fuego y sangre.
Los consejeros se levantaron, alarmados. Maeron intentó intervenir.
—Majestad, esos sueños no pueden…
Ragnar lo detuvo con un gesto.
—Callisto —murmuró—, si nuestras visiones son reales, entonces el hierro no solo se está rompiendo. Está eligiendo.
Ella sintió un escalofrío.
—¿Eligiendo qué?
Ragnar la observó, con una mezcla de temor y certeza.
—Entre florecer… o destruirnos a todos.
El viento del norte soplaba con fuerza, arrastrando polvo y nieve desde las montañas, el amanecer era gris, y el cielo se partía en líneas frías como acero.
Frente a la entrada de las minas, el aire tenía un olor metálico, casi vivo.
Ragnar avanzaba en silencio, con la armadura ligera puesta y una capa oscura que se agitaba con el viento, a su lado, Callisto cubría su cabello con un manto verde oscuro, las manos protegidas con guantes de cuero. Ambos caminaban sin hablar, acompañados por un grupo reducido de guardias y por Maeron.
—Hace semanas que los mineros reportan temblores —explicó el anciano.— Dicen que el hierro “respira”. Que suena como si tuviera un corazón.
Ragnar miró el horizonte.
—O un alma.
Callisto lo observó de reojo, desde aquella noche en la biblioteca, algo había cambiado entre ellos; no eran aliados, ni enemigos. Eran dos fuerzas empujando hacia el mismo misterio, sin saber si se destruirían o se sanarían.
Cuando llegaron a la entrada principal, el silencio se volvió absoluto, la oscuridad los recibió como una boca abierta. Una corriente de aire frío salió de las profundidades, casi un suspiro.
Ragnar levantó una antorcha y miró a Callisto.
—Quédate detrás de mí.
—No pienso hacerlo.
Él sonrió apenas.
—No lo dudé.
Descendieron.
El interior de la mina era un laberinto de piedra húmeda, las paredes brillaban con un tono gris azulado, pero en algunos puntos el metal tenía un brillo rojizo, como si estuviera oxidándose… o sangrando.
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Editado: 04.11.2025