Raíces de Hierro

Capítulo cinco

Capítulo cinco
El hierro ha despertado

El amanecer llegó sin calma, las campanas del castillo resonaban desde temprano, anunciando la llegada de los embajadores de Gaia. El aire olía a lluvia reciente y a tensión política.

Callisto se vistió en silencio, el vestido era de un verde profundo, con bordados dorados que parecían raíces entrelazadas. Cuando la doncella ajustó el broche de su capa, ella notó cómo le temblaban las manos, no por miedo, sino por rabia.

El compromiso que todos celebraban no era más que una cadena cubierta de flores. En el gran salón, Ragnar la esperaba junto al trono, vestía un manto negro con detalles de plata, su expresión era impenetrable, pero en sus ojos había una sombra que Callisto reconoció al instante: cansancio. De la guerra. De la política. De sí mismo.

Los nobles y embajadores de ambos reinos se alineaban a los costados del pasillo principal, en el centro, una mesa larga sostenía el pergamino del tratado; el papel llevaba dos sellos de cera —uno con el emblema de Gaia, una espiral de hojas; el otro, el de Occidia, un halcón con las alas abiertas.

Maeron anunció la ceremonia con voz solemne:

—Hoy se sella la unión entre dos reinos que durante siglos se enfrentaron bajo el hierro y la sangre. Que este compromiso traiga paz y equilibrio a nuestras tierras.

Ragnar y Callisto se miraron, obligados por el protocolo, ni uno sonrió, ni uno se inclinó primero. El silencio era tan denso que se podía escuchar el roce del papel al desplegarse.

Firmaron. Él primero, con una caligrafía firme, ella después, con una letra que tembló un segundo antes de tocar la tinta. El salón estalló en aplausos, pero ambos sabían que aquello no era un final. Era una condena.

Horas más tarde, mientras el banquete llenaba el castillo de música y voces, Callisto salió al balcón norte, la lluvia había cesado, pero el aire seguía pesado. las montañas se veían envueltas en nubes oscuras.

—Huyendo de la fiesta, princesa —dijo una voz a su espalda.

Ella no tuvo que girar.

—O buscando un poco de verdad entre tanta mentira.

Ragnar se acercó despacio, apoyando los brazos en la baranda junto a ella, el silencio se instaló entre los dos, solo se oía el murmullo del viento y el lejano sonido de la música.

—No te culpo por odiarme —dijo él al fin.— Yo también odiaría casarme conmigo.

Callisto arqueó una ceja, sin apartar la vista del horizonte.

—No te odio.

—¿No?

—Solo odio lo que representas.

—Y tú, lo que rompes —respondió Ragnar.

Por un instante, ambos se miraron y el aire cambió. Había algo nuevo en esa distancia corta, una electricidad que no tenía nombre, la misma que había vibrado en la mina, en el hierro, en el fuego del salón.

Callisto bajó la mirada.

—Dicen que la unión de nuestros reinos traerá prosperidad.

—Y que los dioses sellarán nuestro destino —replicó él con amargura.— Pero los dioses no saben de política.

—Ni de amor —añadió ella, apenas audible.

Él la miró entonces, con algo que no era burla ni deseo, sino reconocimiento, como si por primera vez, detrás de los títulos y el orgullo, viera a la persona. El viento sopló más fuerte, una hoja cayó entre ellos, girando lentamente antes de perderse en la noche.

—Cuando esta fiestita acabe —murmuró Ragnar—, prométeme algo.

—¿Qué?

—Que si encuentras una forma de romper esta unión… no dudes en hacerlo.

Callisto asintió con una sonrisa triste.

—No lo dudaré.

Ambos sabían que era una mentira.

Esa noche, mientras dormía, Callisto volvió a soñar.

Un bosque de hierro, un río que ardía como fuego líquido y en el centro, Ragnar. Su mano tocaba la suya, y el suelo temblaba bajo sus pies, el hierro se abría en un resplandor cegador. Y una voz, la misma del árbol, susurraba: “Dos almas, una herida. Dos reinos, un destino.”

Callisto despertó empapada en sudor, el corazón desbocado. Al otro lado del castillo, Ragnar abrió los ojos al mismo tiempo, su respiración era idéntica.

El mismo sueño. El mismo pulso.

Las noches en Occidia siempre eran frías, pero aquella tenía un silencio distinto; no el de la calma, sino el de algo que espera para despertar.

Callisto caminaba por el corredor central del castillo, cubierta con una capa gris, desde el compromiso, los sueños se volvían cada vez más nítidos, como si alguien los tejiera dentro de su mente con hilo de hierro.

Al pasar frente al espejo de mármol, su reflejo titiló un instante, vio un destello azul, un rostro que no era el suyo. Ragnar.

Su respiración se detuvo, parpadeó. El reflejo volvió a ser solo ella, pero su pulso… no. Sentía dos corazones latiendo al mismo tiempo.

En la torre alta, Ragnar no dormía, el sueño lo mantenía atrapado entre imágenes que no podía controlar: un bosque verde, el olor a lluvia, la risa de una mujer que no había escuchado nunca; Callisto.

Despertó con el cuerpo tenso, cubierto de sudor y en su muñeca, la marca brillaba débilmente, como si el hierro respirara bajo la piel.

Tomó aire y se sirvió un vaso de vino, el líquido rojo oscuro reflejó un brillo verde por un segundo. Cerró los ojos y, por un instante, sintió algo imposible: el roce de unos dedos sobre su mejilla. Su corazón se detuvo.

Callisto, al otro lado del castillo, apartó la mano con brusquedad.

—No puede ser —murmuró.

A la mañana siguiente, la corte despertó agitada, uno de los capitanes informó que en las minas del norte el metal estaba empezando a moverse solo, expandiéndose como una raíz viva. Maeron insistía en que el hierro respondía a la voluntad del rey, pero Ragnar sabía que no era así. Ya no lo controlaba.

Algo —o alguien— lo hacía.

Durante el consejo, Callisto entró en la sala sin anunciarse, su presencia bastó para que los murmullos se detuvieran. Era la prometida del rey, pero también la extranjera, la que había “despertado el hierro”.




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