Capítulo seis
Reflejo del pasado
El amanecer llegó sin color, un sol pálido apenas atravesaba las nubes, y el castillo de Occidia parecía hecho de ceniza y sombras. El eco de la tormenta aún resonaba en los muros, pero lo que pesaba en el aire no era el clima: era el silencio, uno tenso, lleno de miradas que Callisto sentía aunque no las viera.
Desde el corredor principal, observó a los sirvientes apartarse cuando pasaba, sus pasos eran suaves, pero el sonido de sus ropas arrastrándose contra el suelo parecía demasiado fuerte. Llevaba tres noches sin dormir, desde aquel sueño compartido, la marca no había vuelto a apagarse, y aunque trataba de ocultarla, el brillo esmeralda seguía palpitando como una herida viva bajo la piel.
El consejo real se había convocado sin aviso. “Por orden del rey”, dijeron. Y eso bastó para que todos comprendieran que algo grave se había desatado.
El salón del trono era vasto, frío, con pilares de hierro que parecían sostener el cielo. Ragnar estaba sentado en el trono, con la espalda recta, las manos apoyadas sobre la empuñadura de su espada, su mirada era una tormenta controlada: azul y gris, calma en apariencia, pero cargada de un peso invisible.
A su derecha, el Consejero Varys Halden —un hombre de rostro enjuto y ojos que nunca mostraban emoción— sostenía un rollo de pergamino.
A su izquierda, los miembros del consejo: nobles, generales y clérigos, todos expectantes, Cuando Callisto cruzó el umbral, el murmullo se apagó. Ragnar alzó la vista, por un instante, el tiempo pareció detenerse.
Ella no llevaba corona, ni escolta, solo un vestido de lino verde oscuro, sencillo, que la hacía parecer más parte del bosque que de la corte. Y aun así, su sola presencia llenó el salón.
—Majestad —saludó con voz firme, inclinando la cabeza.
—Princesa de Gaia —respondió él, sin moverse del trono.— Has sido llamada a comparecer.
Callisto alzó la barbilla.
—¿Comparecer? ¿Por qué?
Varys desenrolló el pergamino.
—Por sospecha de manipulación espiritual y corrupción de metales sagrados.
Un murmullo recorrió la sala, ella frunció el ceño.
—Eso es absurdo.
—No lo es —interrumpió Ragnar con voz grave.— Las minas del norte se han quebrado durante la noche. Los muros respiran hierro. Y en tus aposentos se encontraron residuos del mismo metal alterado.
Callisto dio un paso al frente.
—¿Insinúas que yo provoqué eso?
Los ojos de Ragnar se entrecerraron.
—Insinúo que desde tu llegada, el hierro ha empezado a moverse.
El silencio cayó como una losa, durante un instante, los dos se miraron, y en esa distancia había más que sospecha: había miedo. No de uno hacia el otro… sino de lo que compartían.
El consejo debatió durante horas, los clérigos querían que Callisto fuera confinada en el ala este del castillo, los generales exigían su expulsión, solo Ragnar permanecía inmóvil, observando, callando, como si librara una batalla interna.
Al caer la tarde, el consejero Varys se acercó a él.
—Majestad, el pueblo murmura. Dicen que la princesa trajo un mal sueño sobre la corona.
Ragnar giró lentamente su mirada hacia el hombre.
—Los rumores no son ley.
—No, pero la fe lo es —replicó Varys.— Y el hierro, mi señor, obedece a los dioses, no a los hombres.
Ragnar apretó la empuñadura de su espada, podía sentir el metal vibrar, como si también escuchara.
—Haz preparar una escolta —ordenó finalmente.— La princesa no será juzgada. Pero hasta que comprendamos lo que ocurre, permanecerá bajo mi vigilancia directa.
Varys inclinó la cabeza.
—¿En tus aposentos, mi rey?
El tono envenenado de la pregunta bastó para que Ragnar se levantara, el eco de sus pasos resonó con fuerza en el salón.
—Si el hierro la eligió, entonces es a mí a quien obedecerá —dijo, y su voz retumbó como un trueno.— Nadie la tocará sin mi palabra.
Callisto fue escoltada al ala norte, justo bajo la torre donde Ragnar dormía, las paredes estaban cubiertas de hiedra y el aire olía a metal y lluvia. Cuando la puerta se cerró tras ella, se giró hacia el guardia que la acompañaba.
—¿Esto es una prisión o una protección?
El soldado, incómodo, bajó la vista.
—El rey dijo que era… ambas cosas.
Callisto suspiró, miró por la ventana. A lo lejos, el bosque de Gaia se extendía como un recuerdo que la llamaba por su nombre. Sabía que Ragnar la estaba vigilando y, aunque lo odiaba por ello, una parte de ella no podía ignorar la otra verdad: esa conexión que los unía ya no era solo espiritual. Era algo más profundo. Algo que el hierro, por alguna razón, había decidido no olvidar.
Mientras tanto, en las profundidades de las minas, una grieta se abrió, de ella brotó un fulgor verde, como si la tierra misma respirara. Y en ese resplandor, una voz volvió a murmurar: “El hierro se alza cuando los corazones dudan. Y los suyos… ya lo hacen.”
La noche cayó con un silencio pesado, como si el castillo contuviera la respiración. Callisto no quería dormir, había apagado las velas, pero el resplandor verde de la marca seguía ardiendo bajo su piel, filtrándose por las sábanas, revelando su secreto a la oscuridad.
Intentó ignorarlo, intentó pensar en Gaia, en los templos cubiertos de musgo, en la voz serena de su madre, en los rituales bajo las cascadas, pero el recuerdo de la sala del trono —las miradas acusadoras, la voz de Ragnar, el peso de su desconfianza— le impedían respirar.
—“Manipulación espiritual”… —murmuró con amargura.— Como si yo pudiera controlar el hierro.
Cerró los ojos y en silencio, deseó no sentir más esa conexión, esa presencia invisible que la seguía incluso en sueños. Un golpe seco la sobresaltó, la puerta se abrió antes de que pudiera responder.
Ragnar entró sin escolta, con la capa empapada de lluvia y los ojos grises brillando en la penumbra, había algo distinto en su expresión: no la fría autoridad del rey, sino un cansancio que lo hacía parecer más humano… y más peligroso.
#1601 en Fantasía
#5449 en Novela romántica
maldiciones y sacrificios, romance fantástico, destinos entrelazados
Editado: 04.11.2025