Capítulo siete
Fuerza de Gaia
El amanecer bañaba el castillo con una luz opaca, gris, que no lograba disipar la sensación de peligro que impregnaba el aire, los heraldos anunciaron su regreso antes de que cruzaran los muros, y el eco de sus pasos resonó por los pasillos como un presagio.
Callisto avanzaba detrás de Ragnar, ambos cubiertos de polvo metálico, las ropas rasgadas por la caída en la mina, la piel marcada por un brillo que no pertenecía a este mundo. El silencio entre ellos era espeso, ni uno se atrevía a romperlo.
En el gran salón, los miembros del consejo aguardaban con una mezcla de miedo y expectación. El consejero Varys Halden fue el primero en hablar, su voz cargada de una cortesía que olía a veneno.
—Majestad… princesa. —sus ojos se movieron del uno al otro—. Se les había dado por perdidos.
Ragnar dejó caer su capa sobre los escalones del trono, el hierro de la empuñadura de su espada seguía vibrando levemente, como si aún recordara la voz del abismo.
—El hierro nos llevó —dijo con tono grave—. Y nos devolvió.
Un murmullo recorrió la sala, Callisto alzó la barbilla, orgullosa, aunque podía sentir los ojos clavados en ella como cuchillos, sabía lo que pensaban: que traía consigo un poder que no entendían. Y en parte, tenían razón.
Varys avanzó un paso.
—El hierro no devuelve nada, majestad. Solo reclama.
Ragnar lo observó en silencio, luego desvió la mirada hacia Callisto, el brillo verde bajo su piel coincidía con el suyo, la misma frecuencia, el mismo pulso. Cuando habló, lo hizo con voz firme.
—Entonces que el hierro reclame lo que ha unido.
El consejo guardó silencio, Varys frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir, mi rey?
Ragnar bajó los pocos escalones hasta situarse frente a Callisto. Ella lo miró con cautela, el corazón latiendo con fuerza, sabía que algo estaba a punto de cambiar.
El rey alzó la voz, lo suficiente para que resonara en todo el salón.
—El hierro nos ha marcado. Lo vimos todos. Si su poder nos eligió, no desafiaré su decisión.
—¿Qué estás haciendo? —susurró ella, apenas audible, Ragnar sostuvo su mirada.
—Sellando lo que ya no puede romperse.
Giró hacia el consejo.
—Convoco la unión de Occidia y Gaia. El compromiso se formalizará en la próxima luna.
Un rugido de murmullos recorrió la sala, Varys intentó hablar, pero Ragnar levantó una mano, cortando cualquier réplica.
Callisto, atónita, dio un paso atrás.
—¿Te has vuelto loco?
—No —respondió él, más bajo, solo para ella.— Estoy eligiendo la única forma de mantenerte viva.
Ella lo observó, incrédula, buscando mentiras en su rostro, pero solo encontró determinación… y algo más. Algo que no se atrevía a nombrar.
Horas después, el castillo hervía con rumores, el hierro había “bendecido” la unión, decían algunos, otros susurraban que era una maldición disfrazada de pacto.
Callisto caminaba por los jardines interiores, intentando escapar de las voces, el aire olía a lluvia reciente y a flores quemadas. Nada se sentía natural desde el regreso, incluso los pájaros parecían evitar cantar.
—¿Huyendo de tu propio compromiso? —la voz de Ragnar la alcanzó desde el arco de piedra.
Ella no se giró.
—No es un compromiso, es una sentencia.
Él se acercó lentamente, sus pasos amortiguados por el musgo.
—Una sentencia que tú y yo sellamos sin querer.
Callisto giró, mirándolo con furia.
—No me pongas en el mismo lado que tú. Yo no elegí nada.
—Yo tampoco —replicó, su voz más baja.— Pero el hierro lo hizo por nosotros.
—¿Y tú siempre obedeces al hierro? —preguntó con ironía.— Qué conveniente para un rey.
Ragnar dio un paso más, acortando la distancia.
—Obedezco al destino cuando amenaza con destruir lo poco que me queda y de todas maneras iba a pasar.
El silencio se estiró entre ambos, Callisto notó cómo la marca en su muñeca brillaba levemente, respondiendo al pulso del de él, ntentó ocultarla, pero Ragnar ya la había visto.
—Lo sientes, ¿verdad? —susurró él.— Cuando estoy cerca.
Ella retrocedió un paso.
—No.
—Mientes mal —dijo, con un amago de sonrisa amarga.— Te tiembla la voz.
Callisto lo fulminó con la mirada, pero su respiración se aceleraba.
—Eres un idiota arrogante.
—Y tú una maldición con rostro de mujer —respondió, acercándose lo suficiente para que sus palabras rozaran su oído.— Pero el hierro nos quiere juntos. Y, por ahora, eso basta.
Esa noche, el castillo no durmió, las campanas del templo repicaron tres veces, marcando la proclamación oficial, Callisto observó las luces desde su balcón, el viento helado agitando su cabello. En el horizonte, las montañas del norte brillaban débilmente, como si el hierro respirara en la distancia.
Bajó la mirada hacia su muñeca, la marca seguía viva, latiendo. No sabía si era un símbolo de unión… o de condena.
Detrás de ella, en su propio balcón, Ragnar también la observaba, entre ellos solo había un patio y una promesa que ninguno pidió. El hierro los había unido, pero el corazón, aún, se negaba a obedecer.
El día posterior al anuncio amaneció con el cielo dividido: mitad luz, mitad tormenta, los muros de Occidia parecían escuchar el rumor del pueblo que, entre curiosidad y miedo, hablaba del hierro que había sellado la unión de un rey maldito y una princesa de la tierra.
En el gran comedor del palacio, una mesa larga estaba dispuesta con la austeridad de las ocasiones políticas, Callisto se sentó al final, junto al consejero Varys y la duquesa de Nohr, mientras Ragnar presidía la cabecera. No habían cruzado palabra desde la noche anterior.
La princesa había cambiado el polvo de la mina por un vestido de lino verde oscuro, su cabello castaño caía suelto, y en el cuello llevaba un colgante de jade —un amuleto de Gaia, símbolo de renovación.
A pesar de su serenidad aparente, su mente ardía de confusión.
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Editado: 04.11.2025