Raíces de Hierro

Capítulo ocho

Capítulo ocho
Destino o condena

El día amaneció con un resplandor inusual sobre las montañas, desde las torres más altas de Occidia se divisaban estandartes verdes ondeando entre la bruma. era la comitiva de Gaia, con sus carros adornados de flores, símbolos de raíces y vida. El contraste con el gris metálico del reino del hierro era casi doloroso.

Callisto observaba desde el balcón principal, los dedos tensos sobre la baranda, el aire olía distinto. Por primera vez desde su llegada, el viento traía un aroma familiar: tierra húmeda, savia, resina… hogar.

A su lado, Ragnar se mantenía en silencio, con los brazos cruzados. No la miraba, pero podía sentir su inquietud, el verde en sus ojos brillaba más de lo habitual, como si respondiera al llamado de sus tierras.

—Pareces viva otra vez —dijo él, finalmente.

—Solo porque el hierro no puede ahogar al bosque —replicó sin apartar la vista.

Ragnar sonrió levemente.

—Ya veremos.

Las puertas del castillo se abrieron, una decena de jinetes entró primero, seguidos por los sumos druidas de Gaia y la embajada diplomática, en el centro, montado en un corcel blanco, avanzaba Lord Eryon, tío materno de Callisto, y la figura más influyente del Consejo Verde.

Su mirada era fría, su postura, regia y cuando vio a su sobrina junto al rey de Occidia, su expresión se tensó, en el salón del trono, el recibimiento fue solemne.

Eryon inclinó la cabeza apenas.

—Majestad Ragnar Stormheart —dijo con voz grave—. Gaia agradece su hospitalidad y celebra el vínculo entre nuestros pueblos.

Las palabras eran diplomáticas, pero el tono era hielo.

—Lord Eryon —respondió Ragnar, sin perder la calma.— Bienvenido a Occidia. El hierro honra la visita del bosque.

Callisto sintió cómo la tensión se espesaba. Eryon la miró entonces, y la dureza en su rostro se quebró apenas.

—Sobrina… —dijo en voz baja, sin sonreír—. No pensé volver a verte tan pronto… ni así.

Ella bajó la cabeza con respeto.

—Gaia siempre está conmigo, tío. Aunque mis pasos estén lejos.

Él no respondió, solo miró la marca en su muñeca, visible bajo el encaje, el brillo metálico lo hizo fruncir el ceño.

—¿Y eso? —preguntó, como quien teme la respuesta.

Ragnar intervino, su voz firme: —Una consecuencia del destino. Selló nuestro compromiso.

Eryon lo observó con una mezcla de desprecio y curiosidad.

—El destino… o la manipulación.

El silencio que siguió fue tan espeso como la niebla.

Más tarde, en los jardines interiores, Callisto y Eryon caminaron entre las fuentes, el murmullo del agua disimulaba sus voces.

—¿Qué te ha hecho, niña? —preguntó él, apenas conteniendo su furia—. ¿Qué clase de hechizo te ata a ese hombre?

—Ninguno —respondió ella, con calma.— Fue el hierro.

—El hierro no elige, Callisto. —Su tono se suavizó, casi paternal.— Tú siempre fuiste más, sabia que eso.

Ella se detuvo, mirando el reflejo de su rostro en el agua.

—¿Sabes qué descubrí, tío? Que a veces la sabiduría no sirve cuando el destino decide aplastarte.

Eryon suspiró.

—No confíes en él. Hay oscuridad en ese hombre.

—Lo sé, pero hay algo más. Algo que no entiendo… —Callisto se interrumpió, incómoda.— Y no sé si quiero entenderlo.

El druida la miró con tristeza.

—Tu madre soñaba con verte libre. No convertida en prenda política.

—A veces la libertad tiene formas que no elegimos.

Esa noche, se celebró el banquete de bienvenida, el salón fue decorado con ramas entrelazadas con hierro, símbolos de la unión de los reinos. Callisto llevaba un vestido de seda verde con bordes plateados; Ragnar, su armadura ceremonial, a simple vista, parecían una pareja de leyenda, pero sus miradas, fugaces, decían otra cosa: un campo de batalla disfrazado de boda.

Los druidas entonaron cánticos de unión. El aire olía a resina y fuego, Ragnar apenas probó la comida; observaba, calculaba, medía cada palabra.

En medio del banquete, un druida anciano levantó su copa.

—Que el hierro abrace las raíces, y que las raíces nunca se oxiden.

Callisto alzó la suya, mecánicamente. Ragnar la imitó, aunque el gesto le resultaba ajeno, los dos bebieron y en ese instante, sus marcas ardieron bajo la piel.

El mismo brillo, la misma frecuencia, una conexión silenciosa que ninguno quiso admitir.

Callisto bajó la copa, el corazón le latía rápido. Ragnar la miró desde el otro extremo de la mesa, por primera vez, no había desafío en su mirada, solo una pregunta muda, cargada de algo que ella no supo —o no quiso— responder.

El banquete había terminado, pero el eco de las risas seguía flotando en los pasillos del castillo, las antorchas crepitaban, lanzando sombras largas sobre los muros de piedra. Callisto caminaba rápido, con el corazón desbocado, necesitaba aire, necesitaba estar lejos de él.

Pero los pasos tras ella eran inconfundibles. Firmes. Pesados. Él la seguía.

—¿Cuánto planeas huir de mí esta vez? —la voz de Ragnar resonó a su espalda.

Callisto no se detuvo.

—No huyo. Solo prefiero no respirar el mismo aire que tú.

—Curioso —dijo él, acercándose—. Porque cada vez que intento hablarte, me respondes como si ya estuviéramos casados.

Ella se giró bruscamente.

—¿Y qué esperas? ¿Que te sonría como esas mujeres que creen en tus promesas? ¿Que finja que no sé lo que hiciste para conseguir el trono?

Ragnar se detuvo a dos pasos, su rostro permaneció impasible, pero en sus ojos —azules con un matiz gris tormenta— había un destello que no supo descifrar.

—No creas todo lo que dicen los muertos —susurró él.

—¿Muertos? —Callisto apretó los puños—. ¿Así llamas a tu familia?

Él respiró hondo, por un instante, pareció más humano, más cansado que peligroso.

—No maté a mi hermano, Callisto. Pero tampoco pude salvarlo. Y eso es peor.




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