Raíces de Hierro

Capítulo nueve

Capítulo nueve
Próxima luna

El amanecer llegó frío y pálido, como si el sol dudara en cruzar los muros del castillo. Callisto se vistió en silencio, la sirvienta que la ayudaba evitaba mirarla a los ojos; todos en el castillo habían notado que la princesa de Gaia no dormía bien.

Cuando salió de la habitación, el aire olía a hierro mojado, el cielo estaba cubierto de nubes negras, y el viento del norte soplaba con una fuerza antinatural.

En el gran salón la esperaban, el consejo de Occidia, con sus rostros pétreos, y Ragnar en el trono de hierro oscuro, observándola en silencio.

Callisto detuvo su paso. Él parecía distinto esa mañana, no había arrogancia en su mirada, sino una calma peligrosa, como la de un lobo que ha aprendido a esperar.

El consejero real habló primero.

—Princesa de Gaia, hemos recibido el decreto de los ancianos. La unión será sellada en la próxima luna llena.

El murmullo recorrió la sala, Callisto sintió que la respiración se le cortaba, tan pronto.

—Eso es dentro de diez días —dijo, intentando mantener la voz firme.

—Así es —intervino Ragnar, levantándose—. Occidia no puede arriesgar otra guerra. Tú lo sabes.

Ella lo miró con furia contenida.

—¿Y desde cuándo la paz se compra con cadenas?

—Desde que la sangre derramada no se puede limpiar con rezos —replicó él.

El silencio cayó, sus miradas se cruzaron, y el aire entre ambos se volvió insoportable. Callisto sintió la marca arder, y supo que él la sentía también.

El consejero carraspeó.

—Se anunciará el compromiso esta noche, durante el ritual de alianza.

Ella giró bruscamente, dispuesta a marcharse, pero la voz de Ragnar la detuvo.

—Princesa —dijo él—, no lo hagas más difícil.

Callisto se volvió, los ojos verdes brillando como esmeraldas bajo el fuego de las antorchas.

—Difícil, rey Ragnar, sería amarte. Y eso no va a pasar.

Y se fue.

Esa tarde, las campanas del castillo repicaron tres veces, era señal de conjunción: el hierro y la raíz debían jurarse en los altares.

Callisto caminó hacia el templo antiguo, cada paso resonaba como si la piedra misma quisiera detenerla, el sacerdote de hierro la esperaba junto a Ragnar. Ambos se arrodillaron frente al fuego sagrado.

El ritual comenzó, el sacerdote colocó entre ellos una espada y una rama de savia azul.

—Que el hierro recuerde y la raíz no olvide —murmuró.— Que la unión selle lo que el destino escribió.

Ragnar alzó la vista hacia Callisto, ella apenas lo miró, su respiración era rápida, pero no por miedo. Era otra cosa.

Cuando el sacerdote pidió que unieran sus manos sobre la espada, una corriente invisible recorrió el aire, el fuego se tornó blanco, y un sonido bajo —como un latido— llenó el templo.

Ragnar frunció el ceño. Callisto apretó los dientes. Ambos sintieron la misma punzada en el pecho.

El sacerdote retrocedió un paso, asustado.

—El hierro… está vivo.

Las llamas se elevaron, proyectando sombras sobre los muros, la espada brillaba con una luz que parecía venir desde dentro del metal.

Ragnar no apartó la mano. Callisto tampoco. Por un instante, el mundo pareció detenerse y entonces, algo los unió, un eco profundo, una voz que no era de ninguno de los dos, susurró entre el fuego:

“El hierro no ata… el hierro elige.”

Las llamas se apagaron y el silencio fue absoluto. Cuando abrieron los ojos, el sacerdote estaba temblando.

—El vínculo está hecho —susurró.— Pero no por mi mano… ni por la vuestra.

Callisto sintió una lágrima caliente deslizarse por su mejilla, Ragnar la miró, sin entender del todo lo que acababa de pasar, porque en ese momento, ambos supieron lo mismo:
ninguno había querido esa unión, y sin embargo, algo antiguo los había reclamado como suyos.

Esa noche, el cielo sobre Occidia se partió con un rayo que no cayó en ningún lugar, solo se quedó suspendido, ardiendo en mitad del aire, como una señal de los dioses… o una advertencia.

El amanecer no llegó, el cielo permaneció cubierto de nubes negras, y un resplandor pálido se filtraba desde las montañas, era como si el sol temiera mirar lo que había ocurrido.

Callisto observó el fuego apagado del templo desde la terraza, la rama azul, aquella que debía simbolizar la unión de Gaia, había quedado marchita, carbonizada por una llama que ningún sacerdote pudo explicar.

El hierro de la espada, en cambio, seguía caliente. Palpitaba.

Los rumores corrían ya por los pasillos del castillo: que el fuego habló, que los dioses respondieron, que el hierro eligió.

Callisto se apartó del borde, presionándose la muñeca, la marca brillaba con una intensidad irregular, como un corazón que late fuera de compás.

En el otro extremo del castillo, Ragnar estaba en su armería, el lugar que solía ser su refugio ahora parecía una celda, cada espada, cada lanza, cada trozo de metal en la habitación… vibraba al ritmo de su respiración.

Cerró los ojos, intentando contenerlo, pero el hierro lo oía, le respondía. El suelo se estremeció, una grieta fina recorrió la pared.

—Basta… —susurró entre dientes.

No obedeció.

El hierro resonó más fuerte, como un coro de mil voces bajo la tierra, Ragnar cayó de rodillas, el eco se volvió dolor. Y entre la bruma de su mente, sintió algo que no era suyo:
miedo. El miedo de ella.

Callisto, en su habitación, sintió el golpe antes de escucharlo, el aire vibró. Las ventanas se empañaron, el pulso del vínculo se intensificó, empujándola hacia el suelo. Cerró los ojos, el fuego en la chimenea se apagó.

—No… —murmuró, llevándose una mano al pecho.— No ahora.

Pero las imágenes la inundaron: Ragnar arrodillado, el hierro retorciéndose a su alrededor, su respiración entrecortada. Y luego, su voz, no en su oído, sino dentro de su mente.

“Hazlo parar.”




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