Raíces de Hierro

Capítulo diez

Capítulo diez
Imágenes del mañana

El amanecer los encontró en silencio, frente a las puertas del castillo, el aire olía a hierro y lluvia. El cielo aún estaba cubierto de un gris espeso, como si el mundo se negara a verlos partir.

Ragnar sujetaba las riendas de su caballo negro, el mismo que había montado en la guerra.
Callisto llevaba un abrigo largo de tela verde oscuro, con el símbolo de Gaia bordado en la espalda, no intercambiaron palabras, el silencio era un acuerdo tácito: nada de lo que dijeran haría el viaje más fácil.

A su alrededor, los soldados de Occidia los observaban con mezcla de respeto y miedo, algunos murmuraban oraciones; otros, simplemente evitaban mirar a la princesa de Gaia, la extranjera que había traído fuego a su templo.

El consejero real se acercó a Ragnar, inclinándose levemente.

—¿Está seguro, mi rey? Las montañas del norte están inestables. Los informes hablan de grietas nuevas, de hierro creciendo entre las piedras.

Ragnar lo miró con frialdad.

—No es el hierro lo que me preocupa. Son los hombres que lo temen.

El consejero asintió en silencio, Callisto subió a su caballo sin mirar atrás, cuando Ragnar hizo lo mismo, las puertas del castillo se abrieron con un gemido antiguo. El sonido de los metales chocando contra la piedra resonó como una despedida.

El camino hacia Gaia atravesaba valles que alguna vez habían sido fértiles, ahora, el suelo estaba cubierto de una fina capa de polvo plateado: residuos del hierro que se extendía bajo la tierra.

Durante horas cabalgaron sin hablar, el viento silbaba entre las montañas, arrastrando fragmentos de hojas secas, a ratos, Callisto podía sentir la mirada de Ragnar sobre ella; no hostil, sino analítica, como si intentara comprender algo que ni él mismo sabía definir.

—¿Siempre eres así de callado? —preguntó de pronto, rompiendo el silencio.

—Solo cuando viajo con alguien que no confío —respondió él sin mirarla.

—Qué curioso —dijo ella con una sonrisa apenas perceptible.— Yo también.

El comentario le arrancó una exhalación que no llegó a ser risa, durante un instante, el aire entre ellos pareció más ligero. Al caer la tarde, hicieron alto junto a un río helado, el reflejo del cielo crepuscular se extendía sobre el agua, teñido de un tono rojizo que recordaba al fuego del ritual.

Callisto se arrodilló junto a la orilla y tocó el agua con la punta de los dedos, estaba tan fría que dolía. Cerró los ojos, concentrándose. La corriente comenzó a moverse más rápido, pequeños hilos verdes de luz brotaron entre las piedras, la naturaleza respondía a ella, tímida, como si recordara su toque.

—La raíz te reconoce —dijo Ragnar, observándola desde el otro lado del fuego.

Ella abrió los ojos.

—Y el hierro a ti.

—El hierro obedece por miedo —respondió él.

—Entonces somos distintos —replicó Callisto.— Yo prefiero que me sigan por fe.

Ragnar la miró largo rato, el fuego proyectaba sombras sobre su rostro, dibujando líneas de cansancio, de guerra, de culpa.

—La fe se quiebra —dijo finalmente.— El miedo sobrevive.

Callisto desvió la mirada hacia el fuego.

—Eso explica mucho de ti.

No volvió a responder, el silencio volvió a caer, pesado, pero no hostil y mientras el fuego chispeaba, ambos se dieron cuenta de que sus marcas ardían al mismo ritmo.

Un pulso compartido, como si el hierro y la raíz se buscaran incluso cuando ellos se negaban a hacerlo. En mitad de la noche, Callisto se despertó sobresaltada, el viento había cambiado. Ya no traía el olor del norte, sino el de su hogar: tierra húmeda, savia, flores nocturnas. Estaban cerca de Gaia.

Se levantó, mirando el horizonte, en la distancia, entre la niebla, se alzaban los árboles gigantes que marcaban la frontera de su reino. Por un instante, su corazón se llenó de algo que no sentía desde hacía meses: esperanza.

Hasta que escuchó el gruñido.

Ragnar ya estaba de pie, espada en mano, del bosque que se extendía ante ellos emergían figuras; sombras con ojos amarillos, moviéndose como si fueran parte de la noche misma.

—No son hombres —murmuró Callisto, retrocediendo.

Ragnar alzó la espada, el hierro resonó con un sonido agudo, casi como si cantara y las criaturas se detuvieron.

—¿Qué son? —preguntó él, sin bajar el arma.

—Guardianes —susurró Callisto.— Espíritus de Gaia.

Los ojos de las criaturas se fijaron en ella, una de ellas habló, con voz profunda, imposible.

“La raíz no olvida, pero el hierro no pertenece aquí.”

Callisto dio un paso al frente.

—No viene como enemigo.

Las figuras la observaron, el viento sopló, llevando el olor del hierro y la savia mezclados.

“Entonces que el bosque decida.”

Y de pronto, el suelo bajo ellos comenzó a moverse, las raíces se levantaron, retorciéndose como serpientes. El hierro de la espada de Ragnar brilló con fuerza, el fuego se apagó.

La oscuridad cayó como una ola y así, sin saber si sobrevivirían a la noche, la princesa de la raíz y el rey del hierro dieron su primer paso hacia el corazón dormido de Gaia.

El suelo temblaba, Callisto apenas podía mantenerse en pie mientras el bosque entero parecía despertar, los troncos crujían como huesos antiguos; el aire olía a savia recién abierta y a metal oxidado.

Ragnar alzó la espada, pero una raíz del grosor de un brazo se enrolló en su muñeca, inmovilizándolo, el hierro brilló, pero no cortó. Era como si el bosque rechazara su filo.

—¡Suelta mi arma! —gruñó entre dientes.

Las raíces no obedecieron, Callisto extendió la mano, intentando calmar la energía que emanaba del suelo, sus ojos verdes destellaron con un brillo sobrenatural.

—¡Basta! ¡Él está conmigo!

El bosque pareció escucharla, el movimiento cesó, solo el murmullo del viento entre las hojas quedó en el aire, de entre los árboles emergió una figura alta, envuelta en un manto hecho de corteza y sombras. Su rostro estaba cubierto por una máscara de madera, y sus ojos eran dos huecos luminosos de color ámbar.




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