Raíces de Hierro

Capítulo once

Capítulo once
Lágrima de Luna

La lluvia caía como una cortina de acero sobre las torres de Occidium, desde la ventana del salón del consejo, Ragnar Stormheart observaba cómo el cielo se desgarraba en relámpagos que parecían buscarlo a él. Había pasado una semana desde la reunión con los emisarios del norte, y aunque los tratados estaban firmados, el aire del castillo se sentía más denso, más vigilante.

En la penumbra del gran salón, Maeron aguardaba. Había vuelto del monasterio de la Orden de la Tormenta, donde había estado reuniendo viejos registros sobre las ruinas de las Montañas del Eco. Sus pasos eran lentos, medidos, como si temiera interrumpir los pensamientos del rey.

—Majestad —dijo, haciendo una leve reverencia—. La frontera occidental ha quedado asegurada. Pero hay algo más que debe saber.

Ragnar giró despacio. Su cabello oscuro, humedecido por el clima, caía sobre sus hombros como un manto de sombra. Sus ojos —a veces azules, a veces grises según la luz— se fijaron en el rostro del anciano consejero.

—Habla.

Maeron extendió un pergamino sellado con cera negra.

—Llegó esta mañana. Sin emblema, sin remitente. Los centinelas dicen que lo encontraron en la puerta del templo… el mismo donde cayó el rayo aquella noche.

Ragnar tomó el rollo, la cera se quebró con un leve chasquido, y al desplegar el papel, una sola frase estaba escrita con tinta carmesí: “El fuego no fue el final, sino el comienzo.”

El silencio se alargó, el trueno retumbó tan cerca que las paredes vibraron. Ragnar respiró hondo, pero su mandíbula se tensó. Maeron lo observaba, sin moverse, esperando la reacción.

—¿Quién más lo ha visto? —preguntó Ragnar al fin.

—Nadie. —La voz del consejero fue serena—. Di orden de que me lo entregaran de inmediato.

—Bien. —El rey dobló el papel y lo lanzó al fuego del brasero. La tinta ardió un instante, dejando un resplandor rojo, casi como sangre evaporándose.

Maeron no apartó la vista, sabía que aquel mensaje había tocado una herida que Ragnar prefería ignorar.

—A veces —dijo con calma— el pasado regresa no para herir, sino para recordarnos lo que aún no comprendimos.

Ragnar soltó una risa sin humor.

—O para recordarnos que no hay descanso para los malditos.

El anciano lo observó, y por un instante, en sus ojos se cruzó un brillo de compasión. Maeron sabía la verdad que Ragnar no recordaba: el fuego no había sido causado por su mano, sino por algo mucho más antiguo… y ahora parecía despertar otra vez.

Al caer la tarde, Ragnar salió a los balcones superiores. Desde allí podía ver el valle, las montañas envueltas en nubes, y más allá, los bosques de Gaia, apenas una sombra verde en la distancia, pensó en Callisto, en su voz suave y en la forma en que sus ojos parecían contener vida incluso cuando lo desafiaban. Desde su partida, el castillo había vuelto a sentirse vacío, como una fortaleza que respiraba piedra y silencio.

El viento helado le golpeó el rostro, trayendo olor a hierro y lluvia. Y con él, un murmullo, un susurro, casi inaudible, que se deslizaba entre los truenos:

“No fue tu culpa.”

Ragnar se giró, buscando la fuente, nada, solo la tormenta, rugiendo como una bestia antigua.

Detrás de él, Maeron observaba desde el umbral, sabía que el susurro no venía del viento… sino del propio espíritu que atormentaba al rey desde hacía años.

El amanecer en Gaia no era un despertar, sino una respiración, cada hoja, cada raíz, cada gota de rocío parecía inhalar al unísono, como si el reino entero compartiera un mismo latido. El aire olía a tierra húmeda y savia, aunque aquella mañana, bajo la luz dorada, un frío extraño había descendido desde el norte.

Callisto Thalassos se encontraba en el Jardín de las Orquídeas, el corazón espiritual de la selva-palacio, llevaba el cabello suelto, el castaño oscuro cayendo sobre su espalda como un río. Sus dedos rozaban los pétalos translúcidos de una flor azul: una Orquídea del Viento, especie que solo florecía cuando las corrientes del mundo cambiaban.

La flor tembló y entonces lo sintió.

Un estremecimiento en el aire, una presión invisible que no venía del bosque, sino de algo más lejano. De él.

Callisto cerró los ojos, por un instante, el sonido de la lluvia contra las hojas se transformó en truenos, una ráfaga de imágenes invadió su mente: una fortaleza bajo la tormenta, un fuego encendido en un brasero, una sombra de hombre mirando hacia la nada. Y una voz, profunda, rota por el peso del arrepentimiento: “No fue tu culpa.”

Su respiración se entrecortó. Dio un paso atrás, sosteniéndose en el tronco de un árbol.

—Princesa —la llamó una voz a lo lejos.

Era Orion, su hermano y rey de Gaia, que la observaba desde el borde del jardín—. Te he estado buscando, Callisto parpadeó, tratando de regresar a la realidad.

—He… he sentido algo —susurró.

Orion frunció el ceño.

—¿Otra visión?

Ella asintió.

—Pero esta fue distinta. No era sobre mí… era sobre Ragnar.

El nombre del rey de Occidia cayó como un golpe en el aire pacífico de Gaia, Orion cruzó los brazos.

—¿Y qué viste exactamente?

—Tormenta. Dolor. Y una voz que no era suya… o tal vez sí. —Callisto buscó las palabras—. No sé cómo explicarlo.

El silencio se alargó. Las raíces a su alrededor parecían susurrar entre sí, inquietas.

Finalmente, Orion habló: —Callisto… el consejo de los druidas está preocupado. Dicen que tus visiones se intensifican, que la frontera entre sueño y realidad comienza a quebrarse.

—¿Y si no son sueños? —replicó ella, con una chispa de fuego en la mirada—. ¿Y si lo que veo es real?

Orion dio un paso hacia ella.

—Entonces debes tener cuidado. El vínculo que tienes con Occidia no es natural. Si el espíritu de ese reino te alcanza, podría arrastrarte con él.

—¿Y si ese vínculo es lo único que puede salvarnos? —Callisto levantó la vista, desafiante.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.