Capítulo doce
Tierra y hierro
El amanecer en Gaia no era silencioso; respiraba, cada hoja parecía murmurar su propio nombre, cada raíz pulsaba como si tuviera un corazón. En medio de ese murmullo, Callisto Thalassos se despertó sobresaltada.
Había soñado con fuego, con un trono ennegrecido y una corona hecha de ceniza y, entre las sombras, un par de ojos azules… grises como el acero después de la tormenta.
Se llevó una mano al pecho, jadeante. La sensación era tan real que creyó oler el humo, cuando bajó la vista, una pequeña marca luminosa brillaba sobre su piel: una línea delgada, como el trazo de una llama verde. Duró solo un instante antes de desvanecerse, pero fue suficiente para inquietarla.
La princesa se levantó, descalza, y caminó hasta el balcón, el bosque extendido bajo el palacio se mecía con el viento, y la primera luz del día se filtraba entre las copas doradas de los árboles eternos. Todo parecía igual, pero algo había cambiado, el aire tenía otro ritmo, un pulso distinto, casi humano.
—Tu energía está alterada —dijo una voz detrás de ella.
Callisto se volvió, en la entrada de la cámara, Nerya, su mentora druida, la observaba con los ojos cubiertos por un velo de musgo seco.
—¿Has soñado de nuevo?
—Sí… pero fue diferente. —Callisto respiró hondo—. Vi un lugar que no conozco. Todo era piedra y ceniza. Y había alguien…
—El rey de Occidia —completó Nerya con calma.
Callisto la miró, sorprendida.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque las raíces ya me lo han dicho. —Nerya caminó hacia ella, dejando un rastro de hojas que se encendían al contacto con el suelo—. El vínculo entre ustedes ha despertado.
—¿Vínculo? —repitió la princesa.
La druida asintió.
—El día en que aceptaste el compromiso, el equilibrio del mundo cambió. Gaia y Occidia son fuerzas opuestas, pero el destino quiso unirlas. Lo que sientes es la energía que fluye entre ambos. El alma del uno buscando al otro.
Callisto retrocedió, inquieta.
—No lo quiero. No quiero sentir nada de él.
—No puedes elegir eso, niña. —Nerya sonrió suavemente—. Cuando el alma responde, no pregunta primero.
El silencio cayó, pesado, solo interrumpido por el murmullo del bosque, Callisto cerró los ojos, intentando bloquear el zumbido extraño que crecía dentro de ella. Pero no era dolor, era otra cosa… una presencia.
Un pensamiento que no era suyo, una voz que susurró apenas un segundo: “¿Quién eres tú…?”
Sus ojos se abrieron de golpe, la voz era masculina. Y venía de muy, muy lejos.
Horas después, Callisto se encontraba en la sala de consejo, junto a su hermano, el rey Orion Thalassos, discutiendo las condiciones del tratado con los embajadores de Occidia.
El ambiente era tenso: los emisarios exigían la presencia inmediata de la princesa en el reino del norte para preparar la unión.
Orion golpeó la mesa.
—Mi hermana no pisará Occidia hasta que haya pruebas de que el rey no tuvo participación en la muerte de su familia.
El embajador frunció el ceño.
—Son solo rumores, majestad. Ragnar Stormheart es un hombre honorable.
Callisto los observaba en silencio, pero su mente estaba en otra parte, sentía un cosquilleo en la piel, como si alguien la mirara desde una distancia imposible. Cuando alzó la vista hacia el mapa desplegado sobre la mesa, el punto marcado como Occidia brilló tenuemente.
“¿Qué estás haciendo…?”, susurró de nuevo la voz en su mente, Callisto se levantó bruscamente, haciendo que todos giraran a verla.
—Necesito aire.
Y salió antes de que alguien pudiera detenerla.
Cruzó los jardines hasta el lago de los espejos, donde el agua reflejaba el cielo como si fuera cristal líquido, se arrodilló en la orilla y sumergió las manos, por un instante, el reflejo cambió. Ya no era su rostro el que miraba desde el agua, sino el de Ragnar.
El rey parecía tan sorprendido como ella, su entorno era oscuro, lleno de piedra y fuego. Los separaban kilómetros, reinos, historias, y sin embargo… estaban viéndose.
—¿Quién eres tú? —preguntó él, con voz ronca, como si hablara en sueños.
—La pregunta es… ¿por qué tú puedes verme? —susurró ella, temblando.
Y entonces, la superficie del agua se rompió, ambos despertaron, cada uno en su mundo, con el mismo nombre en los labios.
“Callisto.” “Ragnar.”
El fuego se había extinguido en la chimenea de Occidia, pero Ragnar seguía sentado frente a las brasas apagadas. Desde que la flor apareció en su habitación, algo dentro de él no había vuelto a ser el mismo, el aire se sentía distinto, como si respirara al ritmo de otro corazón que no era el suyo.
No era una sensación nueva —había convivido con sombras y silencios toda su vida—, pero esta vez no era oscuridad lo que lo vigilaba; era… luz, una luz que lo incomodaba y lo calmaba al mismo tiempo.
—¿Majestad? —la voz de Maeron lo sacó del trance.
El anciano entró, sosteniendo un mapa antiguo con runas que resplandecían en la penumbra.
—Estás ardiendo en fiebre otra vez —añadió, dejando el mapa sobre la mesa. Ragnar lo ignoró, apoyando las manos sobre el pergamino.
—Anoche… soñé con el bosque. Con un lago. —Su voz era baja, áspera—. Y vi su rostro.
—¿El de ella? —preguntó Maeron, aunque ya conocía la respuesta.
Ragnar asintió.
—No fue un sueño. Fue real. La sentí ahí.
El consejero lo miró con seriedad.
—Entonces el vínculo ha despertado del todo.
Ragnar se irguió.
—Explícate.
Maeron se acercó al fuego y arrojó un puñado de polvo gris. Las brasas revivieron por un momento, mostrando visiones fugaces: dos símbolos enfrentados —la espiral de Gaia y el sol fracturado de Occidia— unidos por una línea de luz.
—Cuando los reinos antiguos aún respiraban bajo una sola tierra —dijo Maeron—, existía una ley secreta: si la vida y la sombra se unían en la sangre, el equilibrio del mundo cambiaría.
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Editado: 27.11.2025