Raíces de Hierro

Capítulo trece

Capítulo trece
El destino no espera

El Salón del Alba de Gaia brillaba con una luz que no provenía del sol, miles de cristales suspendidos en las ramas del techo reflejaban la energía del bosque, llenando la sala con destellos verdes y dorados. Era un lugar vivo, respirante, y sin embargo, aquella mañana, su belleza se sentía frágil.

El Consejo de Gaia se había reunido, por primera vez en siglos, todas las casas antiguas —los guardianes de la tierra, los druidas del aire, los señores del agua y los heraldos del fuego— compartían la misma mesa. Y todos hablaban del mismo tema: la boda entre Gaia y Occidia.

—El tratado fue firmado por nuestros ancestros —dijo Orion Thalassos, con la voz serena del rey que se niega a mostrar dudas—. Si el equilibrio del continente ha de mantenerse, debemos cumplirlo.

Una voz más áspera respondió desde el otro extremo de la mesa, era Eldros, líder de la casa del fuego: —¿Y entregarás a tu hermana al hijo de un asesino? ¿Ese es el precio del equilibrio?

El murmullo recorrió la sala como un trueno lejano, Orion no apartó la mirada.

—El precio del equilibrio siempre ha sido el sacrificio.

Callisto, sentada junto a Nerya, observaba en silencio, no podía decidir si admiraba o temía la calma con la que su hermano hablaba, sabía que su sonrisa era una máscara —él también odiaba esta alianza, pero debía sostenerla por el bien del reino.

Nerya posó una mano sobre la de la princesa, un gesto breve, casi invisible.

—Confía en el flujo del mundo —susurró—. A veces lo que parece un sacrificio es el inicio de algo que aún no comprendemos.

Callisto respiró hondo, pero en su mente, las palabras de Ragnar aún ardían como un eco: “No fue un sueño.”

Cuando la sesión terminó, los representantes se dispersaron entre los jardines suspendidos.
El aire olía a savia y lluvia, Orion se quedó atrás, observando los estandartes de las casas ondeando entre las ramas. Estaba solo… hasta que Nerya apareció a su lado.

—Hablaste con una serenidad que engañaría a cualquiera —dijo ella, sin mirarlo.

—¿A ti también te engañó? —preguntó él con una sonrisa cansada.

—No. —Nerya giró el rostro hacia él. Su mirada, tan antigua como los ríos, parecía atravesarlo—. A mí no.

El silencio entre ambos fue distinto esta vez: no el de dos aliados, sino el de dos almas que se reconocen.

—Sabes que esto no debería pasar —murmuró Nerya.

—Lo sé. —Orion bajó la voz—. Pero cada vez que hablas, el bosque se calla. Y eso me asusta más que la guerra.

Ella lo observó, y por un instante, su máscara de sabiduría se quebró.

—No sabes lo que dices. Amar a una druida es amar algo que no pertenece del todo a este mundo.

—Entonces enséñame ese mundo —susurró él.

Nerya retrocedió, el corazón latiendo con fuerza, las hojas a su alrededor comenzaron a girar, respondiendo a su agitación.

—Orion… si sigo aquí, la tierra podría escuchar lo que siento.

—Que escuche —respondió él—. Ya estoy cansado de los secretos.

Pero ella desapareció antes de que pudiera tocar su mano, disuelta entre las raíces que la llamaban, solo su voz permaneció, suspendida en el aire.

“Los secretos son lo único que nos mantiene vivos, mi rey.”

Horas más tarde, el Consejo se reunió nuevamente para definir los preparativos, se eligió el Santuario del Eclipse como escenario del enlace: un valle donde las energías de Gaia y Occidia se cruzaban sin destruirse, las sacerdotisas de la tierra tejerían el manto nupcial con hilos de savia viva, y los herreros de Occidia forjarían una corona de hierro templado en tormentas.

La boda sería en el solsticio de invierno, bajo la unión de los dos astros.

Callisto escuchaba cada palabra, pero no podía concentrarse, a medida que los planes avanzaban, sentía el vínculo con Ragnar latir más fuerte. Una corriente invisible, una presencia constante detrás de su respiración, como si el mismo destino la observara, impaciente.

Cuando todos se retiraron, Callisto quedó sola en la sala, el aire vibraba con un sonido bajo, apenas audible. Cerró los ojos… y lo oyó.

“Te están preparando para mí.”

La voz era la de Ragnar, no como una visión, sino como si hablara desde dentro de su mente.

Ella apretó los puños, temblando.

—No soy tuya.

“Aún no.”

El bosque dormía, pero no descansaba, a esa hora, cuando la luz del amanecer apenas se filtraba entre las ramas, el aire parecía contener un rumor antiguo, un idioma que solo los druidas entendían.

Nerya caminaba descalza sobre el suelo húmedo, cada paso hacía brotar pequeñas flores que se marchitaban segundos después. Era el precio de su poder: la vida y la muerte seguían su respiración.

El Santuario del Alba se erguía entre raíces gigantes, con columnas de piedra cubiertas de musgo y cristales verdes que latían como corazones dormidos, allí la esperaban los símbolos del pasado, los nombres de los antiguos druidas grabados en las paredes, y el eco de las promesas que ella no debía romper.

Pero ya había una sombra esperándola. Orion estaba allí, sin corona ni capa, con el rostro marcado por la fatiga y la mirada fija en el altar, la luz verde reflejaba en sus ojos y por un instante Nerya pensó que la tierra misma lo había reclamado.

—Dijiste que no volverías —murmuró ella, sin moverse.

—Lo intenté.

—¿Y fallaste?

—No. Decidí no hacerlo.

El silencio entre ambos era una corriente subterránea, Nerya dio un paso, y el sonido de las hojas bajo sus pies pareció amplificar la distancia.

—Si el bosque nos escucha, me castigará —susurró ella.

—Entonces que me castigue a mí —respondió Orion, acercándose—. Estoy cansado de fingir que soy un rey cuando solo soy un hombre.

Nerya bajó la mirada. Las raíces a su alrededor se estremecieron, como si reaccionaran a sus palabras.




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