Capítulo catorce
Eclipse solar
El aire de Gaia olía a hierro y flores, el castillo entero parecía respirar una ansiedad antigua, esa que precede a los grandes acontecimientos y a los destinos sin retorno.
Las sacerdotisas tejían los últimos hilos del manto nupcial, un velo que brillaba con luz propia, Callisto lo observaba desde su habitación, en silencio, mientras las hebras de savia líquida se enredaban entre sí, formando patrones que solo los druidas podían leer.
—El bosque está inquieto —murmuró una de las tejedoras.
—El bosque siempre lo está —respondió Callisto, aunque sabía que no era cierto.
Desde su regreso, los árboles la observaban con una atención incómoda, como si la reconocieran y temieran al mismo tiempo. Y cada noche, cuando cerraba los ojos, sentía la presencia de Ragnar más fuerte, más real, como si él también la mirara desde la distancia.
Ahora no tardaría en llegar, el mensajero había anunciado su viaje la noche anterior: el rey de Occidia cruzaba el bosque para encontrarse con su prometida.
Callisto no supo si temblaba por miedo o por deseo.
En Occidia, Ragnar había partido al amanecer, la armadura ceremonial lo envolvía como un recordatorio de todo lo que había perdido para llegar allí. Los grabados de su pecho brillaban con el símbolo de su casa: la tormenta cruzada por un lobo.
A su lado, Maeron cabalgaba en silencio.
—¿Estás seguro de que esto no es una trampa del destino? —preguntó.
Ragnar sonrió apenas.
—¿Y si lo es? Tal vez ya no quiero escapar de él.
Su mirada se alzó hacia el horizonte, donde las montañas de Gaia se alzaban como dientes de piedra, allí estaba ella. La única que había logrado desarmarlo sin tocarlo.
Días después, el puente de los Suspiros se abrió para recibir la caravana real de Occidia, Callisto lo observó desde la terraza superior del castillo, con el corazón latiendo al ritmo de los tambores que marcaban el paso de las tropas.
Y entre los estandartes de plata y negro, lo vio; Ragnar.
Su figura era inconfundible: alto, firme, con el cabello oscuro cayendo en mechones desordenados sobre los ojos. El viento jugaba con la capa que arrastraba el símbolo de su reino, y por un momento, Callisto recordó la primera vez que lo vio —en el salón de Occidia, cuando la habían presentado como su futura reina— y el modo en que él la había mirado: sin respeto ni ternura, sino con una intensidad que parecía preguntar “¿por qué tú?”
Pero ahora había algo distinto; no desdén, no rabia. Cautela. Y algo que se parecía peligrosamente a vulnerabilidad.
El carruaje se detuvo, Ragnar descendió, y cuando levantó la vista, sus miradas se cruzaron. No hicieron falta palabras, el mundo, por un instante, se detuvo.
El reencuentro ocurrió al anochecer, en el Salón de los Cristales, donde los dos Consejos se reunían para ajustar los últimos detalles del enlace, las paredes reflejaban los colores del fuego y del bosque, y en el centro, la mesa de unión aguardaba: piedra de Gaia y hierro de Occidia fusionados por la magia druídica.
Callisto entró primero, Ragnar ya estaba allí, su figura proyectaba una sombra larga, casi como si el fuego temiera tocarlo.
—Veo que el bosque sigue tratando de devorarte —dijo él con una media sonrisa.
—Y tú sigues vistiéndote como si fueras a la guerra —replicó ella.
El silencio que siguió fue el mismo de siempre: lleno, denso, casi eléctrico, cada palabra que no decían ardía entre ellos.
—Te ves diferente —murmuró él, más bajo.
—Es lo que pasa cuando una persona se prepara para ser sacrificada —respondió Callisto.
Ragnar la observó, serio.
—Nadie va a sacrificarte. No mientras yo respire.
—No te creo.
—Tampoco quiero que lo hagas.
Sus ojos se sostuvieron un segundo más de lo prudente, Callisto apartó la mirada, buscando refugio en los documentos del consejo.
Nerya y Maeron se encargaron de romper el silencio, discutiendo sobre los ritos de la ceremonia, pero ya nadie escuchaba. El aire entre Ragnar y Callisto estaba cargado de algo más fuerte que política: el recuerdo del roce, la ira no resuelta, el deseo contenido.
Esa noche, cuando todos se retiraron, Callisto caminó hasta la terraza, el viento traía el olor del mar mezclado con el perfume de los lirios que adornaban los pasillos. El velo de la boda reposaba en su cama, brillando débilmente bajo la luna.
Y antes de que pudiera perderse en sus pensamientos, una voz sonó detrás de ella.
Grave. Inconfundible.
—No vas a dormir, ¿verdad?
Ella giró, Ragnar estaba allí, sin armadura, solo con una camisa negra que resaltaba la palidez de su piel y el azul de sus ojos. Callisto lo miró, contenida.
—No puedo dormir cuando el destino me respira en la nuca.
—Entonces quédate despierta conmigo —dijo él, acercándose un paso—. Al menos esta noche.
El silencio volvió a caer entre ellos, el viento soplaba, moviendo los pliegues del velo que reposaba a unos metros. Y por un instante, Callisto pensó que el eclipse ya había comenzado.
Porque cuando Ragnar la miró, el cielo pareció inclinarse hacia ellos.
El amanecer llegó con un resplandor dorado sobre los torreones de Gaia, los druidas habían decretado que el día siguiente marcaría el inicio del Solsticio del Eclipse, y los dos reinos se preparaban como si el mundo estuviera por detenerse.
En el patio de los espejos, sacerdotes y sirvientes trabajaban sin descanso. Guirnaldas de flores lunares colgaban de los muros, los estanques se llenaban con agua bendita, y cada piedra era pulida hasta reflejar el cielo, el ambiente olía a savia, incienso y tensión contenida.
Callisto caminaba entre la multitud con paso lento, envuelta en un vestido de lino pálido que caía como un suspiro. Su mente estaba lejos: en la noche anterior, en la voz de Ragnar y en la forma en que el silencio entre ellos había cambiado.
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Editado: 27.11.2025