Raíces de Hierro

Capítulo quince

Capítulo quince
Boda del destino

El Eclipse había terminado, pero la oscuridad aún no se marchaba del todo, el cielo, cubierto de un tono gris violáceo, parecía dudar entre la noche y el día. Sobre el castillo de Gaia, las campanas repicaban en un ritmo solemne, y la tierra olía a lluvia, aunque ninguna nube se movía.

La boda había sellado el destino de dos reinos, y ahora solo quedaba la celebración… o la máscara.

El Gran Salón de Cristal resplandecía con miles de luces suspendidas en el aire.
Las ramas del techo se curvaban hacia arriba como manos alzadas al cielo, y entre ellas danzaban esferas luminosas que caían y se alzaban como luciérnagas encantadas.

Los suelos de mármol estaban cubiertos de pétalos, y sobre las mesas se extendían manjares traídos de todo el continente: frutas translúcidas del norte, carnes ahumadas de Occidia, y vino azul de las viñas de Gaia.

El banquete del Eclipse.

Ragnar estaba sentado en el trono lateral, junto a Callisto, pero parecía un extranjero entre su propia sombra, el manto azul que llevaba sobre los hombros le pesaba como si estuviera hecho de piedra.

Ella, en cambio, parecía de otro mundo: la corona de savia aún en su cabeza, el velo cayendo por un costado, el rostro iluminado por la luz de las velas.

No habían cruzado palabra desde el altar y sin embargo, entre ellos, todo hablaba.

El murmullo del salón se apagó cuando los consejeros se levantaron para ofrecer brindis.
Lord Varyn habló primero, con una sonrisa que no alcanzaba los ojos: —Hoy Gaia y Occidia son uno solo. Que la tierra y el acero prosperen bajo la misma luna.

A su lado, Maeron sostuvo la copa en silencio, lo conocía demasiado bien: ese gesto significaba que algo lo preocupaba.

Callisto también lo notó y cuando el primer brindis terminó, se inclinó apenas hacia Ragnar.

—¿Qué ocurre?

—Nada que debas saber.

—Eso mismo dijiste antes de que el bosque atacara tus patrullas.

Él apretó la mandíbula.

La música comenzaba, y el sonido de las arpas llenaba el aire con notas suaves, pero la tensión seguía ahí, invisible, cortante.

—Los druidas han sentido un movimiento bajo las raíces —susurró Ragnar finalmente, sin mirarla—. Algo despertó durante el Eclipse.

—¿Qué clase de movimiento?

—Aún no lo saben. Pero no creo que sea un buen augurio.

Horas después, cuando el banquete se volvió bullicioso, Callisto se apartó del salón.

Los pasillos del castillo estaban cubiertos de sombras, apenas iluminados por antorchas flotantes, el sonido de las risas quedaba atrás, ahogado por el eco de sus propios pasos.

Necesitaba aire. Necesitaba pensar.

El bosque al borde del castillo respiraba, literalmente. Las raíces se movían, muy despacio, como si buscaran algo bajo la tierra y entre los árboles, una figura se movió con discreción.

Callisto se giró de inmediato.

—¿Quién está ahí?

De entre las sombras emergió Orion, su rostro estaba pálido, sus ojos, brillando con una intensidad extraña.

—Hermana —dijo, en voz baja—. No deberías estar sola.

Callisto lo observó, y algo en él la inquietó.

—Tú tampoco. ¿Qué ocurre?

Orion se acercó, con una mezcla de urgencia y temor.

—El bosque ha hablado, Callisto. Dice que el equilibrio no fue restaurado… que algo se fracturó.

—Pero la unión debía sellar el pacto.

—Tal vez no era el amor lo que los dioses pedían —susurró él—, sino sacrificio.

Antes de que pudiera responder, un murmullo profundo recorrió la tierra, un sonido que no venía del viento ni del bosque. Era como un suspiro… o un gemido antiguo, surgiendo desde las raíces mismas del continente.

El suelo tembló, las flores se cerraron, las antorchas titilaron, y una grieta minúscula se abrió entre las piedras del patio.

Callisto sintió un escalofrío subirle por la columna.

—¿Qué está pasando?

Orion la miró con gravedad.

—El Eclipse no trajo unión, Callisto. Trajo un despertar.

Dentro del salón, Ragnar levantó la vista justo cuando los cristales del techo comenzaron a vibrar, un silencio recorrió la sala, seguido de un estruendo lejano.

Maeron se levantó de inmediato.

—¿Otra vez temblores?

—No —murmuró Ragnar, con la mirada fija en el horizonte, donde una sombra se movía entre los árboles—. No es la tierra.

El aire se volvió más frío, las luces flotantes parpadearon, y durante un segundo, todas las llamas del salón se apagaron a la vez. Un murmullo recorrió a los invitados.

Ragnar se levantó lentamente, su voz resonando entre la penumbra:

—Encuentren a la reina.

Y así, bajo un cielo sin luna, la noche del banquete se transformó en el preludio de algo más grande: una grieta en el destino, una sombra que avanzaba, y dos almas recién unidas que no sabían si su amor era la salvación… o la condena que acabaría con todo.

El viento cambió, fue tan repentino que las antorchas se apagaron una por una, dejando al castillo envuelto en un resplandor fantasmal.

El eco de los instrumentos del banquete se deshizo en notas disonantes, hasta que solo quedó el silencio… y luego, un rugido bajo, que no provenía del cielo, sino de las raíces.

Ragnar se levantó del trono con un solo movimiento, su capa azul ondeó tras él como una sombra viva.

—Nadie entra ni sale del castillo —ordenó, su voz tan fría como el metal.

Maeron se inclinó, comprendiendo sin preguntar, pero el rey ya se movía, bajando las escaleras, cruzando los corredores sin mirar atrás.

La tierra vibraba.

Pequeñas grietas se extendían por el suelo, y el aire olía a ozono, a magia antigua despertando de su letargo.

Callisto y Orion avanzaban entre los árboles cuando la primera raíz emergió del suelo, era gruesa, viva, y se retorcía como una serpiente buscando aire. El bosque entero parecía respirar, emitir un sonido gutural, un gemido que helaba la sangre.




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