Raíces de Hierro

Capítulo dieciséis

Capítulo dieciséis
Sangre

La mañana después de la coronación amaneció gris, no el gris suave de la niebla, sino uno más pesado, como si el cielo hubiera sido fundido en plomo.

El castillo de Occidia se despertaba con sonidos metálicos: puertas cerrándose, armaduras arrastrándose, campanas llamando a los sirvientes. Callisto, desde la ventana de su nueva habitación, observaba el horizonte, nada en ese lugar se movía sin un propósito; ni el humo, ni el viento, ni siquiera el silencio.

Su habitación era amplia, pero fría, paredes de piedra pulida, tapices con emblemas de dragones y espadas, y un ventanal alto que daba hacia el norte, donde los acantilados caían al mar.

Había rosas negras en un jarrón junto a la cama —un símbolo de Occidia— y el aire olía a hierro húmedo y sal.

Ella pasó los dedos sobre el cristal empañado, el reflejo del anillo en su mano brilló débilmente: una banda de plata con una veta verde en el centro, pulsante como una raíz viva. El símbolo de su unión, el recuerdo de que ya no era solo hija de Gaia, sino mitad del reino que siempre temió.

—Majestad —dijo una voz detrás de ella.

Callisto se giró, era Maeron, vestido con el tono gris oscuro de los consejeros reales, sostenía un pergamino sellado.

—El Consejo ha convocado una reunión de estado. Su presencia es requerida.

—¿Tan pronto? —preguntó ella, arqueando una ceja.

—La política no duerme, Su Alteza —respondió él, con una sonrisa breve—. Y Occidia menos que nadie.

Callisto suspiró y caminó hacia el tocador, una doncella le arreglaba el cabello mientras otra ajustaba los broches de su vestido verde oscuro. En el espejo, su mirada parecía distinta: más firme, más contenida, como si la reina y la princesa fueran dos cuerpos diferentes compartiendo el mismo rostro.

—¿Dónde está Ragnar? —preguntó al fin.

—En la cámara del consejo. No ha dormido.

—¿Y el pueblo?

—Inquieto. Algunos creen que la coronación trajo la grieta que partió la plaza anoche.

—¿Una grieta?

—Sí. Atraviesa el adoquinado desde la fuente hasta el mercado.

—¿Casualidad?

—Nada en Occidia lo es, mi reina.

El Consejo Real se reunía en una sala circular bajo el trono principal, iluminada por antorchas de fuego verde, las paredes estaban cubiertas de mapas, runas y símbolos de las antiguas alianzas.

Ragnar estaba de pie, con el cabello despeinado y el manto negro arrastrando polvo, sus manos apoyadas sobre la mesa mostraban cortes recientes, y sus ojos, aunque firmes, tenían esa sombra gris que Callisto ya había aprendido a reconocer; la del insomnio.

Al verla entrar, los murmullos se apagaron, la reina avanzó hasta el lado opuesto de la mesa. El aire entre ambos parecía hecho de acero.

—Majestad —dijo el anciano Lord Thamior, inclinándose apenas—. El pueblo murmura sobre la grieta. Dicen que el eclipse fue un mal augurio, y que los dioses de Gaia reclaman a su hija.

Callisto no parpadeó.

—Los dioses no reclaman lo que entregan por voluntad propia.

Thamior apretó los labios.

—Entonces, ¿cómo explica usted que la tierra tiemble bajo su paso?

—La tierra siempre tiembla —intervino Ragnar con voz seca—. Solo que ahora tiene nombre.

El silencio que siguió fue denso, Callisto giró la cabeza y lo miró.

—¿Nombre?

—El tuyo —respondió Ragnar, sin apartar la vista de los consejeros.

Un escalofrío recorrió la sala, no era una acusación, sino una declaración y sin embargo, todos lo sintieron como una profecía. Más tarde, cuando la reunión terminó, Callisto se quedó sola unos segundos en el pasillo.

La piedra fría bajo sus manos, la sensación del eco vibrando en los muros, el rumor distante del mar, todo en Occidia tenía voz; una voz grave, antigua, y vigilante.

—No te lo harán fácil —dijo Maeron, acercándose en silencio.

Callisto esbozó una media sonrisa.

—No vine a que me lo hicieran fácil. Vine a que me escucharan.

El consejero la observó un momento más.

—Entonces recuerde esto, mi reina: en este castillo, hasta las paredes oyen… pero muy pocas hablan con la verdad.

Ella asintió, y cuando Maeron se alejó, se quedó mirando las sombras que subían por las escaleras, el día apenas comenzaba, y ya sentía el peso del trono sobre sus hombros. Pero bajo todo ese miedo, muy en el fondo, algo en su interior —una voz que sonaba a raíz, a viento y a sangre— susurraba: “La tierra no te teme, Callisto. Solo espera que la despiertes.”

La tarde cayó lentamente sobre Occidia, como si el cielo se resistiera a morir del todo.
El viento traía el olor del hierro mojado y las antorchas del patio se encendían una a una, dejando en las piedras un reflejo dorado y enfermo.

Desde los balcones, Callisto observaba el movimiento de la ciudad: el humo que subía en espirales desde los talleres, las campanas del templo marcando las horas, el rumor de la multitud que no se atrevía a gritar su nombre. No la odiaban, pero tampoco la aceptaban.
Era la reina del enemigo, una extranjera con sangre verde que había venido a reinar sobre un trono de acero.

A lo lejos, en la torre norte, las ventanas de Ragnar seguían encendidas, él no había bajado desde la reunión del consejo. Decían que se encerraba allí cuando las voces del castillo se volvían insoportables.

Callisto decidió recorrer el castillo esa noche, dejó atrás a sus doncellas y avanzó sola, descalza, el eco de sus pasos apenas rozando el suelo. Pasó por los pasillos donde las paredes estaban cubiertas de retratos antiguos —reyes y reinas de mirada fría, todos de cabellos oscuros y ojos grises.

El linaje de Occidia la observaba, silencioso, como si cada pincelada le recordara que ella no pertenecía a ese lugar.

En uno de los corredores laterales encontró una puerta entreabierta, de dentro salía una música tenue, un arpegio quebrado de laúd. Callisto empujó con cuidado, era Maeron, sentado junto a una mesa de piedra, tocando el instrumento como si intentara arrancarle recuerdos. Al verla, dejó de tocar y sonrió apenas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.