Capítulo diecisiete
Ser parte del él
El amanecer llegó lento, envuelto en bruma, el sol apenas lograba atravesar las nubes, y los muros del castillo parecían aún más oscuros bajo esa luz temblorosa. Callisto se despertó antes de que las doncellas tocaran la puerta, la visión del trono hundiéndose aún vibraba en sus pensamientos, como una espina que no podía sacar.
Decidió vestirse sin ayuda, eligió un vestido sencillo —verde oscuro con bordes plateados— y una capa de lana gris. Dejó su corona sobre el tocador, esa mañana no quería ser reina: quería ser Callisto de Gaia.
Las calles de Occidia eran estrechas, empedradas, llenas de humo y olor a hierro fundido, los martillos de los herreros resonaban como tambores lejanos, y las fuentes estaban cubiertas de musgo negro. El pueblo se detenía al verla pasar, algunos inclinaban la cabeza, otros simplemente se apartaban en silencio.
Sus ojos no eran hostiles, pero sí desconfiados.
Callisto caminaba despacio, mirando los puestos de flores marchitas, los niños corriendo descalzos, los templos pequeños donde las mujeres encendían velas a los dioses antiguos.
En una esquina, un anciano vendía talismanes hechos con huesos y pequeñas raíces secas. Ella se acercó.
—¿Qué son? —preguntó con suavidad.
El hombre la miró sin reconocerla.
—Protección contra la reina verde.
—¿La reina verde? —repitió ella, casi sin voz.
—Dicen que trae temblores —continuó él, escupiendo al suelo—. Que su sombra hace llorar a la piedra y que el hierro la odia.
Callisto se quedó inmóvil. Antes de poder responder, un joven que cargaba sacos se giró al escuchar la conversación y murmuró, con desprecio apenas contenido: —Si tanto ama la tierra, que vuelva a enterrarse en ella.
El comentario cayó como un golpe, el aire pareció detenerse. Varios de los presentes bajaron la mirada, temiendo la reacción.
Y entonces una voz profunda, cortante, resonó detrás de todos: —Mide tus palabras, soldado.
El joven palideció al instante, Callisto giró. Ragnar estaba allí, vestido con un abrigo negro que brillaba bajo el sol débil.
Su sola presencia imponía silencio, a su lado, el escudo con el emblema de Occidia parecía una advertencia viva.
—Majestad —balbuceó el joven, cayendo de rodillas.
—No a mí —dijo Ragnar, su tono bajo y peligroso—. A tu reina.
El muchacho bajó la cabeza, temblando, Callisto lo miró un largo momento. Luego se acercó y, con una calma imposible, colocó una mano sobre su hombro.
—Levántate —dijo suavemente—. El miedo no enseña respeto, solo silencio.
El joven la obedeció, aún sin atreverse a mirarla a los ojos. Ragnar lo observó, sin hablar, hasta que el muchacho se alejó entre la multitud.
El pueblo entero los miraba ahora: la reina de la tierra y el rey del hierro, juntos en medio del mercado, el contraste era brutal. Ella, con su vestido verde que absorbía la luz; él, con su armadura oscura que parecía rechazarla y sin embargo, había algo en la escena —una tensión eléctrica, un equilibrio antiguo— que hizo que nadie se moviera durante largos segundos.
—No debiste venir sola —dijo Ragnar finalmente, cuando se alejaron hacia la plaza.
—No puedo gobernar un pueblo que no me ve —respondió ella, sin mirarlo.
—Te verán, pero primero deberán temerte.
—¿Y crees que el miedo los une?
—En Occidia, sí. Es lo único que los mantiene con vida.
Callisto se detuvo.
—Entonces los tuyos nunca conocerán la paz.
Ragnar la miró, y por un instante, su expresión cambió, el acero en sus ojos se volvió humano, casi triste.
—La paz no es para los reyes, Callisto. Ni para los que aman demasiado.
Ella quiso responder, pero en ese momento, un temblor leve recorrió el suelo, las piedras del empedrado se agrietaron, y una pequeña raíz, verde y brillante, emergió entre las grietas, viva. Los aldeanos retrocedieron asustados. Callisto, en cambio, se agachó y tocó la raíz con la yema de los dedos.
El suelo se calmó.
El temblor cesó y durante unos segundos, el aire olió a tierra fresca.
Cuando se levantó, todos la miraban con una mezcla de miedo y asombro, Ragnar la observó también, sin decir palabra, pero con una sombra de duda en la mirada.
Porque por primera vez, el hierro había visto florecer algo.
Esa noche, el rumor corrió por todo Occidia, algunos decían que la reina había hecho callar a la tierra. Otros, que la tierra había empezado a escucharla y entre las sombras del castillo, el eco de las voces volvió a susurrar, solo para Ragnar: “Si el hierro cede… el trono caerá.”
El castillo de Occidia rugía con rumores esa noche, desde las cocinas hasta la torre más alta, todos hablaban de la reina que había hecho temblar la tierra con solo tocarla.
Las criadas murmuraban oraciones antiguas; los soldados, entre risas nerviosas, la llamaban la de los dedos verdes.
Y Ragnar… Ragnar no había pronunciado palabra desde que regresaron.
Caminaba delante de ella por el corredor principal, su capa negra arrastrándose sobre la piedra, Callisto lo seguía, la respiración firme, los pasos silenciosos pero determinados.
—¿No vas a decir nada? —rompió ella el silencio.
Él no se volvió.
—¿Qué quieres que diga? ¿Que hiciste que el suelo obedeciera como si fueras una diosa?
—No fue mi intención asustarlos.
—No lo lograste —replicó él, con la voz tensa—. Los aterrorizaste.
Llegaron hasta el salón del consejo, Ragnar cerró las puertas con fuerza. El sonido resonó como un trueno.
Callisto se giró hacia él, los ojos verdes ardiendo.
—¿Y qué querías que hiciera? ¿Que dejara que el pueblo me escupiera sin más?
—Quería que recordaras que eres reina —gruñó Ragnar—. No una campesina jugando a la salvadora.
Ella lo miró con rabia contenida.
—Tú no entiendes nada. Tu reino se está muriendo. No por mí, sino por lo que has permitido que se convierta.
#760 en Fantasía
#3263 en Novela romántica
maldiciones y sacrificios, romance fantástico, destinos entrelazados
Editado: 27.11.2025