Capítulo dieciocho
Caricia
La lluvia comenzó al amanecer, no era una tormenta violenta, sino una llovizna constante, suave, que caía sobre los techos de piedra del castillo como un murmullo persistente. El cielo, cubierto por un velo gris, parecía llorar algo que nadie recordaba.
Callisto caminaba sola por los corredores del ala norte. el aire olía a humedad y a tierra recién abierta; en los ventanales, las gotas se deslizaban lentas, reflejando el resplandor pálido del día.
Sus pasos resonaban contra el mármol, la capa de terciopelo verde oscuro que llevaba se arrastraba apenas, mojada en el borde.
No sabía bien hacia dónde iba, solo necesitaba respirar, le asfixiaba el peso de los sueños —esas visiones cada vez más nítidas que la despertaban con el corazón desbocado.
Siempre la misma imagen: un trono cubierto de raíces y Ragnar arrodillado, sangre en las manos.
Sacudió la cabeza, intentando borrar el recuerdo, cruzó una galería que daba al jardín interior. El aire, frío y húmedo, entró por una arcada abierta, el sonido de la lluvia llenó el silencio.
Y allí, bajo el toldo de piedra, estaba él.
Ragnar, sin armadura, sin capa, con la camisa blanca pegada a la piel por el agua. miraba hacia el patio, donde los árboles se mecían bajo la lluvia. No parecía un rey, parecía un hombre… cansado.
Callisto se detuvo, dudando si marcharse, pero él giró la cabeza, y la vio. Por un segundo, no dijeron nada, el agua seguía cayendo entre ellos, marcando la distancia. Hasta que Ragnar rompió el silencio.
—No duermes.
No era una pregunta.
—Tampoco tú —replicó ella, acercándose un paso.
Él dejó escapar una leve sonrisa, cansada, apenas un gesto.
—Los reyes raramente duermen bien.
—Y las reinas —contestó Callisto—, menos aún.
La tensión se deshizo un poco, Ragnar apartó la mirada hacia el jardín.
—Dicen que la lluvia limpia lo que el fuego no puede —murmuró.
—¿Y tú crees en eso? —preguntó ella.
—No —respondió sin dudar—. El fuego deja cicatrices. La lluvia solo las oculta.
Hubo otro silencio, Callisto bajó la vista; sus dedos juguetearon con el broche de su capa.
—A veces me pregunto si tú sangras como todos —dijo con voz baja.
—¿Y qué respuesta te daría paz? —respondió Ragnar, sin apartar la mirada de ella.
—Ninguna. Porque si lo haces, dolería. Y si no, entonces… no serías humano.
Ragnar dio un paso hacia ella, el sonido de sus botas contra el suelo mojado llenó el aire, otro paso y otro. Hasta quedar frente a frente.
Podía sentir el calor de su cuerpo a través de la lluvia, el silencio se volvió tan denso que incluso el aire pareció contener la respiración.
—A veces —susurró él— quisiera no serlo.
Callisto alzó la mirada, sus ojos verdes brillaban bajo el gris del cielo.
—Y yo —respondió apenas— quisiera dejar de sentir lo que siento.
La distancia se rompió, solo por un instante, Ragnar alzó la mano, y sus dedos rozaron una gota que resbalaba por la mejilla de Callisto, no sabía si era lluvia o lágrima. Y no se atrevió a averiguarlo.
El contacto duró un suspiro, luego, ambos se apartaron, como si el aire se hubiera vuelto fuego.
Ragnar fue el primero en hablar.
—No deberías estar aquí.
—Tampoco tú —replicó ella.
Él sonrió, apenas, con una tristeza que dolía más que cualquier palabra.
—Entonces supongo que ambos estamos donde no debemos.
Callisto dio un paso atrás, el corazón le latía tan fuerte que le dolía respirar.
—Quizá —dijo—. Pero por primera vez… no quiero irme.
Ragnar la miró y en sus ojos azules, por un instante, hubo algo que se parecía demasiado a esperanza. Esa mañana, nadie los vio regresar al interior del castillo, pero las doncellas juraron que, cuando el sol por fin rompió las nubes, el aire dentro del palacio olía distinto.
Como si la lluvia hubiera limpiado algo más que las piedras, la lluvia no cesó en todo el día, el castillo parecía respirar en un silencio espeso, como si incluso las piedras contuvieran el aire.
Callisto había pasado las horas siguientes en su cámara, enredada en pensamientos que no sabía nombrar, pero algo —una inquietud, una voz, una promesa— la llevó al ala occidental, donde estaba la habitación del rey.
El pasillo estaba desierto, las antorchas chispeaban, proyectando sombras que se movían con el viento. Llamó una vez. Nada. Volvió a golpear la puerta, esta vez más suave.
—Entra —se oyó desde adentro.
La voz era grave, cansada, pero sin el filo habitual.
Callisto empujó la puerta, el olor a madera húmeda y cera la envolvió al instante, la habitación era amplia, de piedra oscura, iluminada solo por un fuego en la chimenea.
Sobre la mesa había un mapa desplegado, una copa de vino a medio vaciar y varios papeles con sellos rotos.
Ragnar estaba de espaldas, sin capa, con la camisa abierta hasta el pecho, dejando ver la cicatriz que atravesaba su costado. El resplandor del fuego dibujaba los contornos de su figura, por un segundo, Callisto pensó que no debía estar allí pero ya era tarde para volver atrás.
—No pensé que vendrías —dijo él, sin girarse.
—No pensé que lo permitirías —replicó ella.
Él sonrió apenas, una mueca sin alegría.
—Quizá hoy no tengo fuerzas para discutir.
Callisto avanzó despacio, hasta quedar frente a la chimenea, el calor del fuego le secó el borde de la capa, aún húmeda. Durante unos segundos, solo se oyó el crepitar de las brasas.
—Tus sueños —dijo Ragnar de pronto, mirándola por primera vez—. Los que te despiertan gritando. ¿Siguen?
Callisto se tensó.
—¿Cómo sabes eso?
—No soy tan ajeno a los pasillos como crees. Mis hombres cuentan lo que oyen.
Ella apartó la mirada, irritada, pero no respondió, Ragnar dejó la copa sobre la mesa y se acercó.
—¿Qué ves en ellos?
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Editado: 27.11.2025