Capítulo diecinueve
Filo del día
El cielo de Occidia amaneció dorado, un resplandor de cobre se extendía sobre las torres del castillo como si el sol mismo quisiera presenciar lo que estaba por ocurrir. Esa mañana, por primera vez en siglos, todos los reinos se reunirían bajo un mismo techo.
Las campanas resonaban con lentitud, su sonido profundo viajando hasta las aldeas costeras. Callisto observaba desde la ventana de su habitación cómo los estandartes ondeaban en el patio inferior: cada uno con un color, un símbolo, una historia.
El de Levia, azul profundo con una ola de plata.
El de Norduria, blanco, cruzado por un lobo.
El de Celtaria, rosado con el emblema del roble y la luna.
El de Auros, dorado, centelleante bajo el sol.
Y, por supuesto, el de Gaia, su hogar… el que ya no le pertenecía.
El vestido que llevaba era de un tono marfil casi líquido, bordado a mano con hilos de oro que dibujaban raíces ascendiendo desde la falda hasta su cintura, la tela tenía peso y silencio.
Sobre su cabeza, un tocado de pequeñas gemas verdes, ofrenda de los druidas de Celtaria, que decían traer equilibrio entre fuego y tierra. El corazón de Callisto, sin embargo, no conocía equilibrio alguno.
El Gran Salón de Occidia se había transformado en un escenario de poder, los tronos secundarios habían sido desplazados para hacer espacio a una mesa circular de mármol oscuro, en cuyo centro ardía una llama azul: símbolo de la unión entre los reinos.
Detrás, Ragnar aguardaba de pie, vestido con una capa negra que brillaba bajo la luz de los candelabros, sus ojos, fríos y grises, seguían cada movimiento con atención calculada.
A su lado, Maeron, más allá, Helrik y los altos señores del consejo y frente a ellos, uno a uno, los monarcas invitados.
El primero en acercarse fue Rey Caspian de Levia, elegante y tranquilo, con una mirada que ocultaba más de lo que decía, llevaba un traje de azul profundo, casi negro, con detalles marinos y una insignia en forma de tridente.
—Majestad —dijo Caspian, inclinando la cabeza ante Ragnar, y luego ante Callisto—.
El mar saluda al fuego. Que vuestra unión traiga equilibrio a nuestras aguas.
—Y que las aguas nunca ahoguen lo que el fuego crea —respondió Ragnar, firme.
Un leve destello cruzó la mirada del rey de Levia, como si ambos hubieran intercambiado algo más que palabras.
Tras él, llegó Rey Einar de Norduria, alto, de barba trenzada y ojos de hielo, su presencia imponía respeto, pero su tristeza era visible incluso bajo la armadura de plata que vestía.
—Occidia tiene una nueva reina —dijo, observando a Callisto—. Que los dioses os sean más fieles que lo fueron con mi reina.
El comentario cayó como una piedra en el salón, Callisto bajó la mirada, con respeto, mientras Ragnar tensaba la mandíbula.
Detrás de Einar, los hermanos Hjalmarsson, el príncipe Leif y la princesa Freydis, observaban con curiosidad. Leif, con la arrogancia propia de los jóvenes guerreros; Freydis, con la elegancia de quien ya entiende el peso de la política.
Después entró Rey Branwer de Celtaria, con su séquito de druidas y hojas frescas entre el cabello, su voz era suave, casi musical.
—Occidia y Gaia, fuego y raíz —dijo, extendiendo su mano hacia Callisto—. Quizás ahora el equilibrio se incline, por fin, hacia la vida.
Callisto sonrió, y por un segundo, los murmullos se apagaron. Entre los druidas, una mujer de ojos dorados —Nerya— sostuvo su mirada y asintió con un gesto apenas perceptible.
Finalmente, Rey Lucien de Auros y la Reina Liam hicieron su entrada, ambos irradiaban brillo, literalmente: las túnicas doradas reflejaban la luz de los candelabros como si caminaran envueltos en sol.
—Que vuestra unión no nuble el brillo de los antiguos pactos —dijo Lucien con una sonrisa cortés.
—Ni el oro el de la justicia —respondió Ragnar sin dudar.
Una sonrisa más amplia se dibujó en los labios del rey de Auros, aunque sus ojos no mostraron alegría alguna.
El último en entrar fue Rey Orion Thalassos, su hermano, Gaia representada por sangre y vínculo. Callisto sintió el nudo en la garganta apenas lo vio, Orion vestía una armadura ceremonial verde oscuro, con el emblema de una ola y una flor entrelazadas. La miró con orgullo, pero también con una tristeza que no necesitó palabras.
Cuando se arrodilló ante ella —aunque fuera solo un gesto diplomático— el aire del salón cambió, el silencio fue absoluto.
—Mi hermana —dijo Orion—. Hoy no hablo como rey, sino como sangre de tu sangre. Que el fuego que ahora portas no consuma tus raíces, que sigas siendo de Gaia, aunque el mundo te reclame de Occidia.
Callisto contuvo las lágrimas, Ragnar, detrás de ella, la observó en silencio, sabía que ese instante quedaría grabado para siempre: la reina de Occidia, nacida de Gaia, reconocida por todos los reinos.
Entonces Maeron dio un paso al frente y levantó el Estandarte de Fuego y Mar, símbolo de la unión sellada, el estandarte ardió con una llama azul que no quemaba, y el reflejo iluminó los rostros de todos los presentes.
Pero entre las sombras del salón, un hombre observaba sin moverse. No a Callisto, ni al rey, sino al fuego y en sus ojos, el reflejo de esa llama parecía prometer algo más oscuro que diplomacia: prometer guerra.
El Gran Salón había cambiado de piel, donde antes hubo solemnidad, ahora había música, copas alzadas y el murmullo de los reyes reunidos. Sin embargo, bajo la superficie del festejo, se respiraba otra cosa: una vibración sutil, casi invisible, como la cuerda tensa de un arco antes del disparo.
Callisto permanecía en el centro del salón, rodeada de luces y miradas, el vestido de marfil que había usado durante la ceremonia reflejaba las llamas de los candelabros, haciendo que pareciera envuelta en fuego líquido, sonreía, hablaba con cortesía, pero cada palabra pesaba, sabía que ese no era un banquete: era una prueba.
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Editado: 27.11.2025