Capítulo veinte
No lo hagas
La lluvia había cesado hacía apenas unas horas, pero el aire en Occidia seguía cargado de una humedad que parecía respirar entre las piedras del castillo. Afuera, el cielo se abría paso entre nubarrones de plata, dejando filtrar la luz de una luna velada que teñía los tejados de un brillo frío.
Callisto observaba desde el balcón alto de su torre, los ojos verdes reflejando los tonos opacos del firmamento, las visiones eran cada vez más insistentes: fragmentos de un campo ennegrecido, raíces agitándose bajo tierra, una corona rota. Y siempre, siempre, el sonido de alas batiendo en la oscuridad.
Había aprendido a guardar silencio sobre aquello, no por miedo, sino porque temía pronunciar lo que aún no comprendía. Sin embargo, el murmullo estaba allí — una voz baja, profunda, que emergía del suelo cuando la luna se ocultaba. Gaia, su tierra natal, parecía querer hablarle incluso en la distancia.
—No puedes dormir otra vez —dijo una voz detrás de ella, grave, cansada, pero con una suavidad que antes no existía.
Callisto giró lentamente. Ragnar estaba de pie en la puerta, sin armadura, apenas con una camisa negra abierta en el cuello, la luz de la luna marcaba el contraste entre su piel y el color oscuro de su cabello, los ojos azul grisáceo fijos en ella con una mezcla de curiosidad y algo más… una sombra de preocupación.
—No todos tenemos la fortuna de dormir con el corazón tranquilo —respondió ella, apenas sonriendo.
—Y otros no la tienen aunque lo intenten —replicó él, cruzando los brazos—. El castillo no calla.
Se acercó unos pasos, y Callisto sintió cómo el ambiente cambiaba. Ragnar tenía ese efecto: no era su voz, sino la energía que lo rodeaba, la forma en que parecía arrastrar consigo el peso del fuego que lo habitaba, a su alrededor, el aire se hacía más denso, como si la noche se inclinara hacia él.
—El consejo habló hoy —continuó Ragnar, deteniéndose junto a ella—. Quieren enviar emisarios a Celtaria. Dicen que tu tierra empieza a inquietarse, que hay temblores en el sur.
—Gaia se defiende —susurró Callisto—. No soporta el desequilibrio por mucho tiempo.
Él la miró de reojo, el ceño fruncido.
—¿Crees que la magia tiene límites políticos?
—No —respondió ella, girando la vista hacia el horizonte—. Pero creo que los reyes sí.
Por un instante, ninguno de los dos habló.
El viento entró por el balcón, levantando mechones del cabello castaño de ella, que se mezclaron con las sombras, Ragnar la observó, sin saber cómo esa mujer que había jurado no amar se había convertido en un misterio que lo consumía. No solo por su poder, sino por lo que despertaba en él: una calma que no recordaba haber sentido jamás.
—Callisto —dijo de pronto, apenas más bajo—, cuando me miras así, parece que ves algo que yo no puedo.
Ella ladeó la cabeza.
—Tal vez lo hago.
—¿Y qué ves?
La respuesta llegó sin titubear.
—A alguien que lucha contra su destino... y pierde.
Ragnar la observó largo rato. En otra época, habría respondido con sarcasmo o furia, pero esta vez no, solo dijo: —Entonces mírame bien. Aún no he terminado de perder.
Un trueno lejano retumbó, aunque el cielo estaba despejado. Callisto apartó la mirada, incómoda, y bajó la vista al suelo; allí, sobre el mármol del balcón, las grietas formaban dibujos que no había visto antes: líneas que serpenteaban hacia sus pies, como raíces buscando la piel.
—¿Lo sientes? —preguntó ella, apenas audible.
Ragnar asintió lentamente.
—Sí. Como si algo despertara debajo de nosotros.
Y en ese instante, el aire cambió, un leve temblor recorrió el suelo, casi imperceptible, pero lo suficiente para que las antorchas titilaran en los pasillos cercanos. Los dos se quedaron inmóviles, mirando hacia la noche abierta, no era un temblor común; era un llamado.
Callisto dio un paso atrás, la respiración agitada.
—Está empezando.
—¿Qué cosa? —preguntó él.
Ella lo miró con los ojos abiertos de par en par, el verde de sus iris encendido como el reflejo de un bosque al amanecer.
—La tierra… está pidiendo su precio.
El silencio que siguió pesó más que cualquier amenaza, Ragnar la tomó suavemente por el brazo —no como un gesto de dominio, sino de anclaje, la luna volvió a cubrirse con nubes, y el murmullo de la tierra se hizo más profundo. La profecía, aún dormida, acababa de abrir los ojos.
La noche siguió arrullando el castillo, aunque el aire se había vuelto más denso, pesado con algo que ni Callisto ni Ragnar sabían nombrar, el temblor había cesado, pero el silencio posterior era tan profundo que el crujir de una antorcha en el pasillo parecía un grito.
Ragnar la observaba todavía, la mano aún sobre su brazo. No era fuerza lo que había en su toque, sino duda. Callisto sintió cómo el calor le subía por la piel; era el fuego de él, esa energía latente que parecía estar siempre esperando algo que la tierra misma podría apagar… o alimentar.
—Deberías descansar —dijo él finalmente, sin soltarla—. No quiero que el consejo te vea tan pálida.
—No temo a los consejos —respondió Callisto, alzando el mentón—. Pero temo a las verdades que no entiendo.
El viento volvió a moverse, y una ráfaga helada apagó las velas del balcón. Ragnar maldijo por lo bajo y se apartó para encender una de las lámparas que colgaban cerca, Callisto, sin embargo, no se movió, su voz lo alcanzó antes de que él terminara.
—No entiendo por qué lo haces.
Él la miró, la luz titilante resaltando los rasgos angulosos de su rostro.
—¿Qué cosa?
—Protegerme. Fingir que no te importa y aun así estar aquí, vigilando.
—Porque… —comenzó, pero el resto se perdió en un suspiro. Ragnar volvió el rostro hacia el fuego—. Porque si te pasa algo, todo esto, el castillo, la paz, incluso la corona, no valdría nada.
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Editado: 27.11.2025