Raíces de Hierro

Capítulo veintiuno

Capítulo veintiuno
Perdidos

El amanecer llegó lento a Occidia, no con el brillo dorado del verano, sino con un resplandor pálido, casi invernal. Las torres aún humeaban por la humedad de la noche, y las campanas del primer toque resonaban en la niebla, llamando al consejo real.

Callisto estaba de pie frente al ventanal, los cabellos aún húmedos, observando cómo la luz dibujaba destellos sobre el mármol. No había dormido, cada vez que cerraba los ojos, sentía el eco de la energía que había compartido con Ragnar: ese temblor entre el fuego y la tierra, la unión que no debía haber sucedido… pero que ya no podía negar.

El llamado a la sala del consejo la arrancó de sus pensamientos, cuando llegó, Ragnar ya estaba allí, de pie al centro de la mesa larga de roble.

A su alrededor, los miembros del consejo esperaban, con los rostros tensos, Maeron estaba a su derecha, sereno como siempre, aunque sus ojos se movían rápido, atentos a cada gesto.

—Majestades —comenzó el canciller Helrik, inclinándose con rigidez—. Los informes del sur preocupan. Los temblores se repiten. Gaia tiembla, y los emisarios de Celtaria aseguran que la tierra está… viva.

Ragnar cruzó los brazos.

—¿Y desde cuándo la tierra no lo está?

El comentario arrancó un par de miradas incómodas, Callisto permaneció en silencio, observando, el canciller continuó, midiendo cada palabra.

—La gente empieza a decir que es señal de desequilibrio. Que el enlace entre Su Majestad y la Reina ha perturbado la magia antigua.

Un murmullo recorrió la sala. Ragnar golpeó la mesa con el puño, y el sonido resonó como un trueno contenido.

—¿Acaso la paz perturba? —dijo, sin gritar, pero con una autoridad que hizo temblar el aire—. ¿O son los hombres los que no saben vivir sin conflicto?

El silencio fue absoluto, Callisto lo miró de reojo: había en él una furia que ya conocía, pero también algo nuevo; defensa.

—La unión entre nuestros reinos no ha causado el desequilibrio —dijo Callisto entonces, su voz firme pero suave—. Lo que ocurre es que Gaia está despertando. La magia antigua responde al cambio, no lo rechaza.

Un anciano consejero levantó la mirada.

—¿Despertando… o advirtiendo?

Ella sostuvo la mirada del hombre sin vacilar.

—Ambas cosas, quizás. Pero no somos sus enemigos.

Maeron intervino, su tono medido, conciliador.

—Sea como sea, el pueblo murmura. Hay rumores en las aldeas, sacerdotes que dicen haber visto señales en los cielos, hablan de un cuervo blanco volando sobre las murallas.

Ragnar se volvió hacia él.

—¿Tú también crees en esas historias?

Maeron bajó la vista.

—No, pero sé el poder que tienen las palabras cuando los hombres tienen miedo.

El rey exhaló, cansado, sabía que Maeron tenía razón. Desde que tomó el trono, había aprendido que el miedo era la moneda más fácil de usar.

—Entonces debemos hablar con el pueblo —dijo Callisto—. Que nos vean juntos. Que sepan que la tierra y el fuego pueden convivir.

El consejo intercambió miradas. Helrik frunció el ceño.

—Majestad, con respeto… ¿cree que una aparición pública bastará para calmar lo que está naciendo en el corazón de los hombres? Ya lo hicieron una vez—.

Callisto sonrió apenas.

—No lo sé. Pero al menos los hará mirar hacia la luz y esa vez no cuenta.

Ragnar la miró entonces, esa mujer, pensó, hablaba con una calma que desarmaba ejércitos. Y, sin embargo, cada palabra suya era una chispa que podía incendiar el mundo.

—Que se prepare el anuncio —ordenó él finalmente—. Si el pueblo quiere señales, se las daremos.

El consejo asintió, unos con resignación, otros con desconfianza, cuando todos se retiraron, Maeron fue el último en salir. Antes de hacerlo, dejó caer unas palabras al pasar junto al rey: —Ten cuidado, Ragnar. A veces la fe del pueblo es más volátil que el fuego.

Ragnar asintió sin responder, solo cuando las puertas se cerraron, Callisto se volvió hacia él.

—No puedes seguir enfrentándolos con ira.

—¿Y qué me queda, Callisto? —replicó él—. ¿Sonrisa? ¿Sumisión?

—Paciencia —respondió ella, acercándose—. La tierra enseña que lo que se mueve rápido se rompe.

Ragnar la miró, con una media sonrisa.

—¿Y tú qué enseñas?

Ella lo sostuvo con los ojos.

—Que incluso el fuego necesita un lugar donde descansar.

El aire entre ambos se tensó otra vez, como la noche anterior, él dio un paso hacia ella, pero se detuvo. Demasiado pronto. Demasiado público. Demasiado peligroso.

Callisto inclinó la cabeza, apenas.

—Nos veremos en el jardín interior —dijo en voz baja—. Esta noche.

Ragnar no respondió, pero sus ojos lo dijeron todo, mientras ella salía, el eco de sus pasos se confundió con el rumor distante de la tierra. La profecía seguía moviéndose bajo ellos y el fuego… empezaba a temer al amor.

El castillo de Occidia nunca dormía del todo, incluso cuando el sol caía detrás de los acantilados, las antorchas seguían ardiendo en las torres, y los pasos resonaban en los pasillos como un pulso constante.

Esa noche, el rumor corría con más fuerza que el viento.

Los criados murmuraban sobre los temblores en el sur, los soldados decían haber visto luces en el bosque y, en los corredores altos, donde los ecos se convertían en secretos, se hablaba de algo peor: que la reina extranjera traía un mal presagio con ella.

Maeron caminaba solo por la galería del ala oeste.

El resplandor de las lámparas lo envolvía en una penumbra dorada, sabía que el aire estaba enrarecido; lo había sentido en el consejo, en las miradas que Ragnar no había querido ver.

Lo encontró en su estudio, de pie frente al mapa del reino.

Los dedos del rey rozaban el contorno de los límites de Occidia, marcados por tinta roja.

—¿Aún despierto? —preguntó Maeron, apoyándose en el marco de la puerta.




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