Capítulo veinticuatro
Ecos del temor
Las torres de Occidia se bañaban en un resplandor dorado que apenas tocaba las piedras ennegrecidas del castillo, Callisto observaba el horizonte desde el balcón de la habitación real, el aire frío le erizaba la piel, pero no se movía. Debajo de ella, los estandartes ondeaban con el emblema del lobo plateado. Eran suyos, y a la vez, no lo eran.
El sonido de una puerta abriéndose rompió el silencio, Ragnar apareció detrás de ella, con el cabello desordenado y una camisa suelta, sin la armadura que lo hacía parecer de acero.
—No dormiste —dijo, sin preguntarlo.
Callisto esbozó una sonrisa cansada.
—No puedo. Los sueños se han vuelto demasiado reales.
—¿Las visiones? —preguntó él, acercándose.
Ella asintió.
—Anoche vi el mar… pero no era el mar. Era sangre. Y el fuego venía del norte.
Ragnar se detuvo a su lado, apoyando las manos sobre la baranda.
—Podría ser solo el eco de tus temores.
—No —dijo ella con firmeza—. Lo sentí. Y en medio del fuego, había un rostro.
El rey la miró.
—¿Quién?
Callisto bajó la vista.
—El tuyo.
El silencio cayó entre ellos, espeso, doliente, Ragnar apartó la mirada hacia el amanecer, con la mandíbula tensa.
—Entonces ya sabes cómo terminará esto.
—No —replicó ella—. Aún no está escrito.
La voz de Callisto era suave, pero tenía una determinación que lo desarmaba, Ragnar suspiró, girando hacia ella.
—A veces me pregunto si el destino se burla de nosotros.
—Tal vez —dijo ella, mirándolo por primera vez con una ternura que lo detuvo—. O tal vez nos está dando una oportunidad.
El aire era tan puro que se escuchaba el sonido del viento rozando las torres, el crujir de las antorchas, el leve latido del corazón de ella y sin pensarlo, Ragnar extendió la mano y le apartó un mechón de cabello que el viento había enredado en su rostro.
Sus dedos rozaron su mejilla, ella no se apartó, solo el calor de sus manos, y la distancia que se desvanecía poco a poco.
—Callisto… —susurró él, apenas.
Ella lo miró con ojos verdes que parecían tener dentro todos los amaneceres del mundo.
—No digas nada —murmuró.
Fue ella quien cerró la distancia, el beso no fue urgente ni violento. Fue una promesa; un pacto silencioso entre dos almas que sabían que el tiempo no les pertenecía.
Cuando se separaron, Ragnar apoyó su frente contra la de ella.
—Si me pierdo, prométeme que me recordarás como soy ahora. No como el hombre que fui antes de conocer tu luz.
—No digas eso —dijo ella, casi rogando—. No quiero recordarte. Quiero encontrarte, siempre.
El sol ascendió sobre ellos, tiñendo el cielo de un oro imposible y por un instante, Occidia pareció un lugar donde la guerra nunca había existido.
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El gran salón del consejo olía a incienso y a traición, las antorchas ardían con una luz anaranjada, reflejándose sobre los estandartes de Occidia colgados a los lados de la sala. Los consejeros se habían reunido a petición del Alto Lord Varkas, el mismo que Ragnar toleraba sólo por la estabilidad de los clanes del norte.
Callisto no estaba presente. Ragnar tampoco había querido que lo estuviera, pero su nombre, aun ausente, pesaba como un hierro candente sobre cada palabra.
Varkas se inclinó, teatral, su voz impregnada de falsa preocupación.
—Majestad… los rumores no pueden ignorarse más. No cuando el pueblo los repite incluso en los mercados.
Ragnar no levantó la vista de la copa que giraba entre sus dedos.
—Rumores hay desde que el mundo comenzó, Lord Varkas. Algunos dicen que las estrellas son los ojos de los dioses, otros que los mares sus lágrimas. Y ninguno ha traído aún guerra por eso.
Un murmullo recorrió la mesa, pero Varkas sonrió con la confianza de quien sabe que ha tocado una herida.
—Esto no son simples cuentos, mi rey. Se dice que la reina practica artes antiguas, que su mirada hechiza, que sus palabras doblegan. Se dice… —bajó la voz, fingiendo pesar— que usa conjuros para mantenerte bajo su dominio.
El silencio fue inmediato, Ragnar dejó la copa sobre la mesa, el sonido del cristal contra la madera resonó como un golpe seco.
—¿Dominio? —repitió.
—No lo digo yo, majestad. Pero los clanes del norte exigen una prueba. Dicen que ningún hombre de sangre pura podría rendirse ante una extranjera sin que hubiera magia de por medio.
Ragnar se levantó, su sombra cayó sobre los hombres reunidos, larga y oscura, proyectándose como una bestia.
—¿Y qué prueba desean esta vez? —preguntó, con voz que apenas era un hilo.
Varkas tragó saliva.
—Solo que la reina se someta a los antiguos juramentos… frente al altar del fuego. Si su pureza es verdadera, el fuego la reconocerá. Si no…
Ragnar lo interrumpió con una carcajada breve, helada.
—Si no, arderá. ¿Eso quisiste decir?
El lord bajó la mirada, pero no se retractó. Ragnar avanzó hacia él, despacio, cada paso medido, el aire pareció espesarse.
—Tú, Varkas —dijo Ragnar, deteniéndose frente a él—, hablas de fuego como si supieras lo que quema. Pero el único fuego que veo aquí es el de tu cobardía. Si vuelves a insinuar algo semejante sobre mi reina… yo mismo te enseñaré lo que es arder.
Maeron, que había permanecido en silencio, intervino entonces:—Majestad, quizá deberíamos posponer el consejo. La tensión—
—¡Silencio! —rugió Ragnar, sin apartar la mirada de Varkas.
La furia en su voz era más que humana, casi animal.
—Durante años he soportado vuestras dudas, vuestras intrigas y vuestra falta de fe. Pero no toleraré que el nombre de su reina se manche con la suciedad de vuestras lenguas.
La mesa quedó muda, Ragnar respiraba con dificultad, como si el propio aire pesara, Varkas retrocedió un paso, asintiendo, con la palidez del miedo en el rostro.
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Editado: 11.12.2025