Raíces de Hierro

Capítulo veinticinco

Capítulo veinticinco
La traición

El amanecer llegó con un silencio extraño, no el silencio de la paz, sino el que precede a la tormenta. En Occidia, las campanas no repicaron y las aves no cantaron. Solo se oía el murmullo grave del viento colándose entre las almenas del castillo.

Ragnar observaba el horizonte, la ciudad parecía tranquila, pero algo en el aire le resultaba… diferente. Demasiado quieta. Demasiado densa.

Una brisa húmeda trajo consigo el olor a ceniza.

—Demasiado pronto —murmuró Maeron, que acababa de entrar sin anunciarse—. No deberían moverse todavía.

Ragnar se volvió.

—¿Quiénes?

El consejero dejó un pergamino sobre la mesa.

—Los clanes del norte. Y no solo ellos. Los hombres de Lord Eryas han abandonado sus puestos.

Ragnar apretó el borde del mapa que tenía desplegado sobre la mesa.

—Eryas juró fidelidad al trono.

—Y también juró fidelidad al oro —respondió Maeron con frialdad—. Hace semanas que sus mensajeros viajan en secreto. He intentado detenerlos, pero… no llegué a tiempo.

Ragnar alzó la mirada hacia él.

—¿Qué tan grave es?

Maeron bajó la voz.

—Grave, majestad. El enemigo ya está dentro.

Un estruendo en el patio interrumpió la conversación, el sonido metálico de espadas desenvainadas resonó en la distancia, seguido por gritos.

Ragnar se giró hacia la ventana, el patio estaba en caos: soldados con el emblema del cuervo —la insignia de Eryas— atacaban a los guardias reales. El fuego comenzaba a trepar por los estandartes.

—¡Por los dioses! —exclamó Maeron.

Ragnar tomó su espada y corrió hacia la puerta.

—¡Que aseguren las torres! ¡Encuentra a Callisto! —ordenó.

—¿Dónde está? —preguntó Maeron, pero Ragnar ya no lo escuchaba.

El rey descendió las escaleras de piedra a toda prisa, el eco de los pasos resonaba como un tambor. A medida que bajaba, el humo empezaba a llenar los pasillos.

En el patio principal, el aire era una mezcla de fuego y acero, las llamas devoraban las columnas de madera. Los soldados leales a Occidia se defendían, pero el enemigo era numeroso, preparado, infiltrado desde dentro.

Ragnar se abrió paso entre el combate, golpe tras golpe, cada movimiento era preciso, letal. El rey luchaba como un hombre que no conocía el miedo, solo la ira.

—¡Protéjanla! —rugió mientras clavaba su espada en el suelo empedrado.

En lo alto de la escalinata, Callisto apareció escoltada por dos guardias, el fuego iluminaba su figura, y el viento agitaba su vestido blanco, ahora manchado por el hollín.

—¡Ragnar! —gritó.

Él alzó la vista justo a tiempo para verla y en ese instante, una flecha silbó en el aire.

El tiempo pareció detenerse, Ragnar corrió, lanzándose hacia ella, la flecha impactó contra el escudo de uno de los guardias, desviándose a centímetros de su rostro.

Callisto cayó de rodillas, el corazón desbocado, Ragnar la tomó de los brazos, ayudándola a ponerse en pie.

—¿Estás herida?

—No… no lo creo.

—Bien —dijo él, mirándola fijamente—. Porque ahora empieza la verdadera guerra.

Ella lo miró a los ojos.

—¿Quién está detrás de esto?

—El mismo que me juró lealtad —respondió Ragnar con una dureza que helaba el aire—. Lord Eryas.

A su alrededor, las llamas rugían, el cielo comenzaba a ennegrecerse con el humo y mientras el castillo ardía, el rugido de las campanas finalmente estalló sobre Occidia, anunciando lo que todos temían: La traición había comenzado.

━✧♛✧━

El rugido del fuego envolvía la noche, desde las colinas, Occidia parecía una corona ardiente, devorada por su propia gloria.

Ragnar avanzaba entre las ruinas, la espada manchada, la armadura golpeada por el humo.
Su respiración era un gruñido, un hilo de furia sostenido solo por un nombre que le ardía en los labios: Callisto.

—¡Al Oeste! —gritó a sus hombres— ¡Protejan a la torre!

Su voz se perdía entre el estruendo, los estandartes ennegrecidos ondeaban como sombras vivas, a cada paso, Ragnar sentía la piedra temblar bajo sus pies.

El enemigo no solo había traído espadas; había traído fuego, un fuego que parecía tener voluntad propia, pero el rey no se detenía. No podía.

A kilómetros de allí, en la torre del Bastión de Elaris —una fortaleza escondida en los riscos del oeste—, Callisto sostenía las manos sobre un cuenco de agua.

El reflejo temblaba, y en él, veía la guerra, veía a Ragnar entre las llamas, su figura envuelta en humo, su furia conteniendo la caída del reino.

Su respiración se quebró.

—Gaia… si alguna vez me escuchaste… no por mí —susurró—. Por él.

El viento entró por la ventana abierta, trayendo consigo un eco lejano, como un lamento del bosque, las velas titilaron y entonces, Callisto sintió la tierra moverse.

Era como si el suelo respirara bajo ella, como si raíces invisibles se extendieran, respondiendo a su llamado, afuera, los árboles se agitaron con violencia, las ramas retorcidas comenzaron a inclinarse hacia el norte, hacia el fuego, como si el bosque entero obedeciera a la reina.

Callisto apretó los dientes, su mente ardía, su cuerpo temblaba. Cada visión la golpeaba como una ola: Ragnar en el campo, el acero brillando, las voces muriendo una a una. Podía sentirlo, podía sentir su ira, su cansancio… y su miedo.

—Ragnar —susurró, y el cuenco de agua tembló hasta desbordarse.

En el campo, Ragnar se detuvo un instante, jadeando, el suelo bajo él vibró, el fuego, que antes se extendía sin control, se desvió repentinamente, como si una ráfaga lo empujara hacia el este. La tierra se abrió en grietas, levantando polvo y raíces.

Los enemigos retrocedieron, confundidos, algunos gritaron que era magia. Ragnar lo entendió al instante.

—Callisto —dijo con voz ronca, casi una suplica.

Una ráfaga atravesó el humo y durante un segundo, le pareció verla. Una silueta de cabello castaño, vestida de blanco, los ojos verdes brillando en la distancia, entre los reflejos del fuego.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.