Raíces de Hierro

Epílogo

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Epílogo

Dentro de la torre, Callisto sangraba por los ojos aún más que la vez anterior, el poder que estaba usando esta vez era demasiado, su cuerpo no estaba hecho para contener tanto. Pero no podía detenerse.

—¡Callisto! —rugió.

Ella dio un paso adelante, y el aire a su alrededor se volvió dorado, las llamas parecieron doblarse hacia atrás, como si la rehusaran. Sus ojos —verdes, pero ahora iluminados con destellos dorados— miraron el caos con una calma antinatural.

—No puedo irme —susurró—. Gaia me llama.

Ragnar la alcanzó, tomándola por los hombros con desesperación.

—¡No digas eso! ¡Mírame! ¡Tú estás aquí, conmigo!

Pero ella apenas podía sostener la mirada, las voces que había empezado a escuchar eran cada vez más fuertes, el suelo se agrietó aún más, dejando escapar más raíces.

—Estás destruyéndote —murmuró él, intentando aferrarla.

Callisto alzó una mano y la colocó sobre su pecho.

—No… estoy salvándolos.

Ragnar sintió el calor de su poder traspasarle la piel, era como tocar el corazón de la tierra, como sostener algo demasiado grande para existir en un cuerpo humano.

Detrás de ellos, una explosión sacudió el muro, Maeron apareció entre el humo, cubierto de sangre, gritando órdenes.

—¡Ragnar! ¡Tienes que sacarla de aquí! ¡Ahora!

Pero no podía moverla, el aura de Callisto se había expandido, levantando a su alrededor un torbellino de polvo. El poder de Gaia la envolvía como un manto vivo, levantando los escombros, apagando las llamas… y a la vez, consumiéndola.

Ragnar trató de hablar, pero la voz se le quebró.

—Por favor… Callisto, basta.

Ella lo miró una última vez, y esa mirada era todo lo que quedaba de la mujer que amaba.

—Ragnar… no temas a la soledad —dijo, apenas audible—. A veces… también es un puente.

Entonces la luz la envolvió completamente, un destello verde y dorado inundó el salón, seguido por un silencio absoluto, los soldados cayeron de rodillas, cegados.

Cuando la claridad se disipó, el fuego se había extinguido, las raíces de Gaia que habían crecido en Occidia cubrían las paredes, y en el centro del salón, Callisto yacía inmóvil, su cuerpo suspendido por hilos de luz que poco a poco se desvanecían.

Ragnar, que había caído a un lado, corrió hacia ella, la tomó entre sus brazos, su piel estaba fría, pero su pecho aún guardaba un pulso, débil y distante.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Maeron al ver el rostro de la reina. Ragnar no respondió, la colocó con cuidado sobre una losa de piedra en medio de la sala y apartó un mechón de su cabello castaño.

Callisto temblaba, su respiración era un hilo.

—Su poder… —murmuró Maeron, comprendiendo—. Está drenando su vida.

—Lo detendremos —replicó Ragnar, furioso—. La llevaremos al santuario, a los Guardianes. Ellos sabrán cómo salvarla.

—Si la despiertan antes de tiempo, morirá —advirtió una voz desde la oscuridad.

Ambos giraron, de entre las sombras emergieron figuras cubiertas con túnicas verdes, los símbolos de Gaia bordados en oro. Sus rostros estaban ocultos, pero la luz de sus bastones iluminaba el túnel con un resplandor antiguo.

—Somos los Guardianes del Aliento —dijo la primera de ellas—. La Reina está unida al pulso de la Tierra. Si el ciclo se rompe, ambos perecerán.

Ragnar dio un paso al frente, desafiante.

—No me importa el ciclo. No me importa el equilibrio. ¡Solo quiero que viva!

El suelo tembló una vez más, una grieta recorrió la piedra bajo sus pies, la tierra misma parecía responder a su ira.

Callisto abrió los ojos con esfuerzo.

Su voz fue apenas un susurro:—Ragnar… déjame ir.

Él se inclinó sobre ella, con el rostro empapado de sudor y ceniza.

—No. No voy a perderte. No otra vez.

Ella levantó una mano temblorosa y tocó su mejilla.

—No me pierdes. Solo… me entregas al sueño.

Un resplandor verdoso comenzó a emanar de su piel, extendiéndose por el la habitación como raíces que buscaban la luz, los Guardianes entonaron un cántico en una lengua olvidada, y el aire se llenó de un perfume antiguo, mezcla de tierra y lluvia.

Ragnar apretó su mano.

—Te juro que te traeré de vuelta.

—Lo harás —susurró ella, con una débil sonrisa—. Cuando el mundo vuelva a florecer.

El resplandor se intensificó hasta cegarlo, sintió cómo los dedos de ella se aflojaban, cómo su cuerpo se volvía ligero, casi etéreo. Entonces, la luz la envolvió por completo.

Callisto se desvaneció, en su lugar quedó una flor blanca que latía débilmente, como un corazón dormido.

Ragnar cayó de rodillas, Maeron lo sostuvo por el hombro, pero el rey no apartó la vista del nuevo altar donde la flor reposaba.

—¿Está viva? —preguntó, con voz quebrada.

Uno de los Guardianes asintió.

—Sí. Y dormirá mientras la tierra la proteja.

El rey se incorporó, con la mirada fija en la flor.

Su voz resonó, grave, en la sala en la que desde ese momento nadie iba poder entrar:—Entonces que el mundo la recuerde. Que hablen de ella como de una reina que amó tanto… que se volvió parte de Occidia.

Los Guardianes se inclinaron, antes de alejarse lentamente del nuevo altar. Cuando Ragnar salió de esa habitación, el amanecer empezaba a teñir de oro las ruinas del castillo, el viento traía el olor del humo y de las flores que había crecido junto con las raíces aún se mantenían en pie
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Maeron lo miró en silencio.




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